La prometida de mi hermano

CAPÍTULO 38. VOLKAN POLAT

VOLKAN POLAT

«Mi mente es un laberinto sin salida, en cada rincón te busco. La obsesión es mi condena, y tú eres mi cadena».

Volkan cierra la puerta sin prisa, con un movimiento lento y preciso que apenas produce un leve sonido. El silencio que lo rodea le resulta reconfortante. Sus ojos recorren la habitación, atentos y fríos, captando cada detalle con la precisión de un cazador. La cama, vestida con un edredón oscuro y mullido, domina el espacio, imponiéndose en el centro del dormitorio.

Con pasos medidos y seguros, se acerca. Su mano enguantada roza con suavidad las cuatro almohadas que descansan alineadas contra el cabecero de madera, el cual se extiende a lo largo de la pared. El contacto del cuero contra la tela es suave, casi tanto como la piel de la mujer que duerme allí. En su otra mano, sostiene dos rosas negras; deposita una de ellas con cuidado sobre una de las almohadas.

A ambos lados de la cama se encuentran dos mesitas de noche integradas, con lámparas verticales fijadas en la pared. El suelo resuena un poco bajo el peso de sus pasos mientras observa la cálida iluminación que emana del techo y que envuelve al dormitorio en una atmósfera acogedora.

Se dirige hacia el amplio vestidor y abre una de las puertas. Todo en su interior está organizado y huele muy bien. Huele a ella. A su Georgeanne. El aroma inunda el espacio, respira profundo y deja que el olor lo embriague por completo.

Toma un suéter de ella de seda corto y blanco, lo acerca a su rostro y cierra los ojos. El perfume inconfundible de Kaia, lo envuelve, llenando sus pulmones. El aroma, fresco y limpio, que le resulta cautivador y excitante, actúa sin demora en su cuerpo, sobre todo en su entrepierna, la cual reacciona con doloroso ímpetu.

«Georgeanne», jadea, perdiendo el aliento.

Con su enorme mano, acaricia el duro bulto que se forma en sus pantalones vaqueros, enviando una descarga de placer a través de su cuerpo. Se le hace difícil, en ese momento, sofocar el deseo. La sensación es excitante y peligrosa mientras la tensión en su entrepierna crece. Podría dejarse llevar, pero no lo hará, prefiere detenerse. Sabe que no es el momento, ya más tarde podrá hacerlo sin prisas, cuando ella esté allí.

Ella siempre ha tenido ese efecto sobre él. Es la única que ha logrado quebrar su implacable autocontrol. Georgeanne es su debilidad, la única persona capaz de hacerlo sentir vulnerable. Con su sola presencia, lo ha llevado al límite una y otra vez. Solo ella ha podido doblegarlo, enviarlo al borde del precipicio.

Volkan aprieta los ojos, los recuerdos se asientan en su mente como una película borrosa y lo transportan a otro lugar, a otro tiempo. La tenue luz de la habitación apenas ilumina sus facciones, endurecidas por los recuerdos. La respiración se le agita ligeramente, al revivir ese momento, aún nítido, poderoso, tan vívido que casi puede sentir la frescura de la brisa en su piel, el murmullo lejano de las hojas y el perfume de los limoneros que llenaban el aire de aquella tarde en el jardín de la Mansión Şahin en Estambul.

Ese sublime instante en que la imagen de Georgeanne se grabó como fuego en su memoria para siempre, como un anhelo inalcanzable. Su cuerpo de inmediato vuelve a experimentar el mismo deseo que lo ha sacudido desde entonces.

Suzanne, su madrastra, lo llevó a Estambul para presentarle a la familia de Kadir, su padrastro. Volkan no se negó, pero no por respeto, obediencia o sumisión; sino por simple curiosidad, ya que ella no paraba de hablar de las dos sobrinas de Kadir. Además, llevaba años negándose a acompañarlos. Sabía también que complacer esta vez a Suzanne le traía buenos beneficios. Ella solía recompensar su aparente docilidad con generosas sumas de dinero, un método eficaz, según ella, para mantenerlo bajo control. Así que, por ahora, a Volkan, conocer a los Şahin, no le parecía una mala idea.

Volkan no sentía ninguna emoción por las formalidades, siempre le habían resultado tediosas, así que, permanecía sentado en un sillón acolchado, con una postura relajada, casi aburrido. Movía de vez en cuando el vaso con hielo que tenía en sus manos, sin perder la imagen de control que le gustaba proyectar. Su presencia, siempre imponente, parecía dominar el espacio sin necesidad de palabras.

Ya Suzanne lo había presentado a la familia Şahin: Adem, el padre, Aysel, la esposa y, Katherina, la hija mayor. Al principio, ninguno de ellos le generó interés, ni siquiera prestó atención a sus nombres o sus rostros, solo asentía, de vez en cuando sonreía, jugando su papel habitual de hombre educado y cortés. Hasta que, de repente, ella apareció.

—¡Tío Kadir! ¡Tía Suzanne! —gritó con emoción, Georgeanne, la hija menor, mientras corría hacia donde sus tíos con la ligereza y despreocupación propias de la juventud.

Ella apenas despuntaba la edad primaveral. Su piel tersa, como terciopelo, lo atrajo como una abeja al panal. Su cabello dorado brillaba bajo el sol de la tarde, recogido en dos gruesas coletas bajas que ondeaban con cada paso, como si estuvieran hechas de seda pura y le caían gráciles hasta su cintura.

La inocencia irradiaba de sus ojos azules, grandes, curiosos y llenos de vida, que apenas se posaron en él cuando pasó a su lado; esos mismos ojos, tan puros, que después lo observaron sin malicia, sin doble intención, sin las sombras que tantas veces había visto en otras mujeres.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 26.09.2024

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