SU DESTINO
«La obsesión lo consume lentamente, cada pensamiento de ella se convierte en un veneno dulce que recorre sus venas, dejándolo anhelante y hambriento de algo que nunca podrá poseer».
El proyector lanza un haz de luz que rompe la oscuridad, pintando sombras danzantes en las paredes. Volkan, hundido en una butaca de cuero negro, está completamente absorto en la película, ajeno a todo lo que no sea la pantalla. Sus pupilas dilatadas siguen cada movimiento en la cinta con una fijación perturbadora; la escena lo absorbe por completo, encerrándolo en una especie de trance profundo.
La habitación en la que se encuentra ha sido diseñada específicamente para estos momentos, un espacio oscuro y cerrado. Los muebles son escasos. Solo la butaca en la que está sentado y una pequeña mesa junto a él con el proyector. Las paredes están adornadas con fotografías y hay un anaquel especial, con diez películas en total, las cuales son su tesoro más preciado.
En la pantalla frente a él, las imágenes que vibran con la imperfección de una vieja grabación casera, muestran a una mujer de belleza deslumbrante. Su largo cabello rubio cae sobre una cama de sábanas revueltas, mientras la luz tenue de una lámpara de techo apenas acaricia su piel. Sus impactantes ojos azules, como dos zafiros intensos, miran directamente a la cámara, llenos de deseo ardiente, mientras se aferra a la figura masculina que se inclina sobre ella.
El hombre, con el rostro oculto tras un antifaz negro, se mueve con tal posesión que traspasa la línea entre placer y sometimiento. Ambos se tocan con ansia, sus cuerpos se retuercen de placer, se buscan con desesperación. Los movimientos son eufóricos, cargados de fogosidad impetuosa.
Volkan inclina ligeramente la cabeza, sus labios se entreabren mientras los sonidos sugestivos de la película llenan el espacio vacío a su alrededor. Toma una bocanada de su cigarro y expulsa con mucha lentitud el humo que sube en un espiral perezoso. No hay palabras, solo el crujido del proyector, el rechinar de la cama, el roce de piel contra piel, los gemidos ansiosos de la mujer y la respiración pesada y entrecortada de su amante, junto con los gritos de satisfacción que resuenan por toda la habitación.
El hombre se mueve con una destreza animal; sus manos dominantes y salvajes recorren cada centímetro de la piel de la mujer. El antifaz que cubre su rostro le añade una capa de misterio, una sensación de amenaza latente.
La película, antigua y desgastada, cobra vida en la mente de Volkan. Cada sonido se amplifica en su mente, mientras su respiración se vuelve pesada y su mano baja lentamente hacia su entrepierna, donde el miembro, duro y erecto, está listo para su acostumbrada labor. Revive, una vez más, el ritual perverso que ha llevado a cabo incontables veces.
El deseo por aquella mujer, que no deja de mirarlo en la pantalla, se despertó en él muchos años atrás, cuando ni siquiera entendía del todo lo que emergía de su interior.
Pero ahora lo comprende a la perfección: control, deseo, necesidad de poseer, de someter, de corromper. Por eso, nunca ha tomado por la fuerza a Georgeanne, aunque deseos y oportunidades no le han faltado. Pero no… él no quiere tenerla de ese modo, quiere que ella se subyugue ante él, que doblegue su orgullo, su altivez. Lo excita mucho más la idea de verla humillada, rendida ante él por su propia voluntad, postrada a sus pies, rogándole por las migajas que él quiera ofrecerle. Convertirla en su juguete.
Después de todo, Georgeanne no era como él pensaba, resultó tan puta, sucia y podrida como… Demet.
De pronto, en su mente, ya no es la mujer del video la que lo mira y se retuerce bajo el hombre enmascarado. Es Georgeanne, su Georgeanne, la que ocupa ese lugar, la que cede a sus deseos más oscuros; una versión idealizada, moldeada por sus obsesiones, quebrada bajo su dominio.
La realidad se distorsiona de manera perversa, donde Georgeanne se convierte en el objeto de su lujuria. En su retorcida fantasía, ella no lucha, no se resiste; simplemente se quiebra con cada gesto de placer que él le impone. Ella tiembla al compás de su voluntad, incapaz de escapar, atrapada bajo su dominio, perdida bajo su control. Los movimientos en la pantalla, que se sabe de memoria, se recrean en su cabeza. Cada gemido resuena como un eco de la sumisión que él ansía, de la ilusión de poder absoluto que imagina tener sobre ella.
Georgeanne le pertenece. Las imágenes en la pantalla no solo alimentan su deseo malsano, sino que se lo confirman. No es solo un capricho o una turbia obsesión. Georgeanne es su destino.
Su mano, cerrada con fuerza, sube y baja en su erección.
«Georgeanne», gruñe perdido en el fervor de su lujuria.
«Georgeanne», repite mientras su cuerpo se tensa, atrapado en una ola de sensaciones intensas que se acumulan en su abdomen. La presión asciende hasta centrarse en su pelvis.
En su fantasía, la embiste con furia, la posee con violencia, cobrándole cada uno de sus desprecios, cada vez que lo rechazó.
«Georgeanne». Los muslos y glúteos se le endurecen, su espalda se arquea mientras una ráfaga de calor recorre su piel.
Editado: 14.11.2024