La puerta del Destino (los Hijos de los Dioses #3)

11. Un remanso de paz.

El impacto contra el suelo fue más fuerte de lo que todos los viajeros habían anticipado. El hecho de haber dibujado originalmente el portal en el suelo pretendía evitar una llegada brusca, apenas una aparición sobre el mismo. Pero la magia, por supuesto, podía ser impredecible. Y más si la energía que la movía era la más poderosa de todo el Universo.

Lentamente, los ocho magos se fueron incorporando a la vez que las miradas de Ruth y Víctor se quedaban clavadas en el dibujo tallado en el suelo.

-Un portal unidireccional variable -musitó el segundo, claramente anonadado.

Su madre lo observó con una ceja enarcada.

-¿Cómo lo sabes? -preguntó, sorprendida-. Eso no se estudia hasta el último año...

Víctor agachó entonces la cabeza con un ligero rubor tiñendo sus mejillas.

-Ya sabes que no soy un estudiante al uso, mamá...

El rostro de Sandra se suavizó, a la vez que se aproximaba con cautela a su benjamín. Este se dejó abrazar, pero no alzó la vista para devolverle la mirada. Algo que la mujer, sin querer, acusó con más dolor interno del que hubiese admitido jamás.

Irene, por su parte, se había alejado del portal enseguida como si fuese una serpiente a punto de morderla y ahora empezaba a ojear a su alrededor, curiosa por naturaleza. Habían aterrizado en lo que parecía un gran recibidor cuadrangular. El suelo estaba enlosado con algo que parecían grandes bloques de piedra lisa y las paredes estaban encaladas y decoradas con símbolos que no reconoció de entrada.

Despacio, se aproximó a uno que le llamó la atención especialmente: parecía una gota incompleta y dibujada por un niño pequeño. Con la diferencia de que, en su interior, la línea se transformaba en una espiral que giraba dos veces hasta interrumpirse. Irene frunció el ceño. ¿Dónde había visto ella...? Pero, al girarse y observar a su madre, que no la había perdido de vista en ningún momento, su mirada se posó en el pentáculo dorado, ya inactivo, que ahora la mujer pelirroja llevaba al cuello. El mismo que ella había portado hasta el día anterior. La muchacha jadeó, abrumada por los recuerdos, antes de apoyarse contra la pared violentamente.

Sus padres al verla así quisieron aproximarse rápidamente, pero la muchacha saltó a un lado de inmediato, en cuanto vio sus intenciones, al tiempo que les dirigía una mirada muy poco amistosa.

-No me toquéis -masculló.

Y ante la mirada atónita de ambos giró sobre sus talones y salió corriendo hacia la primera puerta que vio. La que daba al exterior.

-¡Irene, espera...! -gritó su madre, momentáneamente asustada-. ¡No sabes...!

Pero la madera se cerró de golpe tras su hija y el recibidor quedó de nuevo en silencio.

-Si queréis puedo ir a buscarla... -se ofreció entonces Ronnie, pero una mirada gélida de Marco lo silenció de inmediato.

-Cuando necesitemos tu ayuda, la pediremos -replicó, ante la sorpresa evidente de los que lo rodeaban-; y ahora, vamos a entrar de una vez. Ha sido un día agotador y necesito descansar.

-¿E Irene? -preguntó Sandra, preocupada.

Pero Cora, desaparecido ya el miedo y fiel a su costumbre, hizo un gesto displicente con la mano.

-Volverá -aseguró entonces, para perplejidad de los presentes-. En esta zona ya sabéis que no hay peligro para alguien de Fuego.

Los más jóvenes no estaban seguros de si aquello era tranquilizador o no, pero en cuanto vieron cómo los cuatro adultos daban un paso en la dirección opuesta a aquella por la que Irene había desaparecido, se percataron por primera vez de que no se habían movido de la primera dependencia de lo que era una enorme mansión.

Lo primero que vieron al salir del zaguán en dirección al interior de la casa fue un enorme salón. El suelo estaba tapizado de alfombras y varias estanterías de moderno diseño salpicaban los rincones junto a las paredes. También vieron, a su izquierda, una televisión de pantalla plana similar a la que había en la Escuela de Madrid, así como tres sofás de cuero beige dispuestos alrededor de la misma.

Al otro lado de la enorme dependencia, a la derecha, se abría la puerta de una cocina equipada con todas las comodidades, así como una gran mesa de madera blanca rodeada de sillas a juego. La encimera americana junto a los fogones también tenía el mismo aspecto, solo que revestida de una ligera capa de barniz protector para poder trabajar sobre ella. Al fondo y a la izquierda de dicha estancia se abría la despensa.

-¿Qué...?

-¿...es este lugar? -quiso saber Ruth, adelantándose a Ronnie.

Por algún motivo que se le escapaba, a su... tío... «No, Ruth, ya no lo es», le recordó una voz insidiosa en su cabeza, no le gustaba el muchacho noruego; a pesar de que, por lo que había entendido aquel día en el pasillo mientras espiaba a Irene y al muchacho, su música les había encantado. Pero la joven decidió en un instante que, si podía salvarle el pellejo frente a su familia, lo haría. Vería en su mente lo que quisiera preguntar y lo diría ella. Así se ahorrarían escenas desagradables como la del zaguán y, probablemente, se ganaría su gratitud... o algo más.



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En el texto hay: adolescentes, cuatro elementos, magia

Editado: 24.05.2018

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