La puerta del Destino (los Hijos de los Dioses #3)

12. Canciones y advertencias.

Irene corría por aquel bosquecillo desconocido, sorteando árboles y arbustos, a la vez que zigzagueaba entre los pequeños cortados de la montaña junto a la que se encontraba la casa en la que habían aparecido hacía apenas media hora. Sus botas la llevaron casi sin que lo pretendiese ladera arriba, alejándola del inmueble lo máximo posible. Solo se detuvo cuando sus pulmones protestaron, en parte por el esfuerzo, en parte por las lágrimas que la muchacha se negaba a derramar.

Jadeando, refrenó sus pasos hasta dejarse caer junto a un árbol, cerca de una zona despejada que le permitía ver cómodamente el pequeño valle que se extendía más abajo. La casa era un punto apenas escondido entre la foresta e Irene se obligó a respirar hondo para tratar de pensar con claridad. Todo lo sucedido en las últimas veinticuatro horas había mantenido su cuerpo en una tensión que la carrera parecía haber mitigado solo en parte.

La muchacha cerró los ojos, súbitamente consciente de lo cansada que estaba, pero los abrió en cuanto una imagen de los cuatro símbolos pintados en el zaguán de aquella extraña casa ocupó su mente por completo. Los Cuatro Elementos. Sus padres. Irene se miró las manos. Según le habían dicho, ella era ni más ni menos que la hija del Fuego y el Agua. Soltó una risita bronca. Menuda combinación. «Una contradicción», pensó con amargura. «Eso es lo que soy». Y Ronnie probablemente lo había visto a la primera, de ahí que se interesase más por Ruth: la única de entre ellos que era una bruja normal y no un maldito experimento de la naturaleza.

La muchacha apretó los puños con rabia y el corazón destrozado, a la vez que se levantaba rápidamente. Tenía que hacer algo... Tenía que...

Sin embargo, el mareo que le provocó dicho movimiento, acicateado por el cansancio del ascenso, la obligó a llevarse una mano a la sien derecha con una mueca de dolor pintada en el rostro, a la vez que su mente olvidaba todo pensamiento aparte de la alarma por estar a punto de caer inconsciente; Irene apoyó de inmediato la espalda en el árbol bajo el que antes se había sentado e inspiró con fuerza, tratando de mitigar aquella desagradable sensación. Pero sus ojos se abrieron de golpe, y su cuerpo se paralizó por completo, al escuchar aquel sonido. Un rugido que parecía salir de las mismísimas entrañas de la Tierra y que hizo temblar el suelo bajo sus pies.

Irene palideció a la vez que miraba a su alrededor, asustada. De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. Su única referencia era la casa, pero ¿geográficamente? Lo poco que sabía sobre portales le decía que podría estar en cualquier lugar de la Tierra... o incluso fuera de ella. La energía de los cuatro Elementos había sido necesaria para abrirlo e Irene, a pesar de su ignorancia, podía deducir que aquello implicaba algo más que unos cuantos cientos de kilómetros de distancia dentro de su planeta natal.

El sonido se repitió entonces, haciéndole dar un respingo, a la vez que una sombra oscurecía momentáneamente el cielo sobre su cabeza. Irene ya no pudo evitarlo por más tiempo: soltó un grito asustado y echó a correr de nuevo por el camino en dirección a la casa. No quería enfrentarse a las miradas de sus padres tras su espantada anterior, pero ¡qué diantre! Siempre sería mejor que la incertidumbre de no saber ni dónde estabas ni quién, o qué, te perseguía.

Sin embargo, su carrera duró bastante menos de lo que esperaba. Cuando le quedaban aproximadamente quinientos metros de camino y la ladera comenzaba a suavizarse para dar paso al llano, las copas de los árboles que tenía sobre su cabeza se sacudieron violentamente a la vez que una silueta gigantesca y oscura caía casi a plomo frente a ella. Irene retrocedió de un salto y chilló, asustada, para evitar que aquella mole la aplastase. Sin embargo, cuando por fin se atrevió a abrir los ojos, la visión que tenía ante ella la dejó aún más petrificada si cabía.

La criatura tenía el cuerpo cubierto de escamas negras con vetas rojizas y medía unos cinco metros de largo desde la punta del morro hasta el final de la enorme cola. Sus garras se hundían en la tierra blanda, aplastando bajo su peso los arbustos más cercanos, y su dorso estaba cincelado por una larga hilera de púas tan oscuras como el resto de su cuerpo. Sus ojos anaranjados estaban clavados en ella, entrecerrados, a la vez que sus fauces mostraban una sonrisa de dientes afilados muy poco tranquilizadora.

No obstante, en cuanto sus miradas se cruzaron, el gruñido ronco procedente de la garganta del dragón se detuvo, sus ojos se abrieron y sus dientes desaparecieron a medias detrás de sus belfos. Irene tragó saliva a la vez que lo contemplaba aterrada. En la boca de aquel reptil mitológico cabían cinco como ella sin ningún problema y, por ello, la muchacha esperaba que su final llegase de un momento a otro. O eso, o que estuviese soñando, alucinando o cualquier cosa similar que hiciese desaparecer a aquel ser solo con la fuerza de sus deseos.

Sin embargo, el dragón no desapareció enseguida, al contrario; permaneció allí, quieto, observándola con atención. Hasta el momento en que inclinó el morro hacia ella.



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En el texto hay: adolescentes, cuatro elementos, magia

Editado: 24.05.2018

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