La Quinta Mentira

1: No estás muerta

El cadáver de Vera apareció el lunes por la mañana, tendido en la base del acantilado como una muñeca rota, deshecha por el golpe del mar y la roca. La noticia recorrió los pasillos del internado como un susurro húmedo y pegajoso, adherido a las paredes como el moho que trepa sin permiso. Todas hablaban de ello en voz baja, como si temieran que nombrarla en voz alta la hiciera regresar.

Y regresó.

El martes, apenas comenzó la clase de Historia, Vera entró al aula, caminando con paso tranquilo y la cabeza alta. Se sentó a mi lado como si no hubiera pasado nada, como si su cuello nunca se hubiese torcido en un ángulo imposible, como si su rostro no hubiera sido retirado en una bolsa negra bajo la lluvia.

Me miró.

Sonrió.

Y susurró, con una voz apenas audible entre los murmullos de la clase:

—No digas nada... o serás la siguiente.

Por un instante, el tiempo pareció doblarse sobre sí mismo. Sentí que mi cuerpo flotaba, como si no pudiera decidir si debía quedarse o huir. La garganta se me cerró con un nudo de aire frío y mis manos, aferradas al borde del pupitre, comenzaron a sudar. Mi corazón latía con violencia, golpeando desde dentro como si quisiera romper mis costillas y escapar.

La miré de reojo, incapaz de sostener su mirada por más de un segundo. Llevaba el uniforme habitual: la falda plisada, la camisa blanca con el escudo del internado bordado en gris, y esa bufanda de rayas burdeos que tanto le gustaba. El mismo peinado: una trenza suelta cayéndole por el hombro derecho. Incluso el diminuto lunar cerca del labio seguía ahí, intacto.

Era ella.

Vera Morrison.

La misma Vera cuyo cuerpo había sido encontrado por el jardinero a primera hora del lunes, con la cabeza partida contra las piedras, la sangre mezclada con espuma salada. La misma Vera cuyo funeral fue confirmado —aunque sin cuerpo presente— y cuyo nombre fue mencionado en la breve nota luctuosa que colocaron en el tablón del comedor.

Y ahora estaba viva.

Sentada a mi lado.

Nadie en el aula reaccionó. Ni la profesora, ni los otros alumnos. Ninguno pareció sobresaltarse ni cambiar de expresión. Como si jamás hubiera muerto.

No dije nada.

Durante el resto del día, tragué mis preguntas junto con la angustia. Había algo muy antiguo y primitivo latiendo en mi interior: el miedo a no ser creída, a que me miraran como si hubiese perdido la cordura. Así que no acudí a ninguna profesora, ni al director, ni siquiera a mis compañeras de dormitorio. No tenía forma de explicar lo que había visto sin sonar como alguien a punto de perder la cabeza.

Y, más importante aún, yo misma necesitaba confirmarlo. Necesitaba comprobar que no estaba perdiendo la razón, que Vera estaba efectivamente muerta y que su aparición en clase era un mal sueño.

Decidí investigar por mi cuenta.

El internado, Celtic Lodge, no contaba con internet para los estudiantes. No era un accidente: la conexión estaba restringida por "razones disciplinarias" según decían, aunque muchos sospechaban que el verdadero motivo era el aislamiento. Querían que estuviéramos desconectados del mundo exterior, sumergidos en esa cápsula de piedra y niebla donde el tiempo parecía moverse a su propio ritmo.

Fui a la biblioteca, el lugar más silencioso del colegio. Las paredes eran altísimas, tapizadas de volúmenes encuadernados en cuero seco, con olor a papel viejo y madera húmeda. A veces, si una prestaba atención, podía escuchar cómo los libros respiraban. Había una sección con archivos escolares, revistas internas y boletines antiguos. Me instalé allí, entre el polvo y las páginas amarillentas.

Busqué su nombre.

Lo encontré, apenas mencionado:

"La administración lamenta profundamente el fallecimiento de la estudiante Vera Morrison, del cuarto curso, ocurrido el lunes 12 por la mañana. La causa se presume accidental. Se ruega respeto y discreción mientras se realiza la investigación correspondiente."

Eso era todo. No había más. Ninguna fotografía, ningún informe oficial. Nada que detallara cómo, cuándo, ni por qué. Solo esa nota seca, como si el colegio hubiera querido despacharla con el menor ruido posible.

Luego busqué registros anteriores. Vera no era especialmente destacada, pero figuraba en varios informes académicos. Aparecía en un par de artículos del periódico escolar, siempre haciendo preguntas incómodas en asambleas o proponiendo clubes nuevos. Había algo inquietante en su constante necesidad de saber.

Seguí buscando, desesperada por hallar algo más. Un indicio, una prueba. Pero todo lo que encontré eran repeticiones del mismo discurso, documentos estandarizados, palabras cuidadosamente elegidas para decir poco y ocultar mucho.

Cerré el archivo con las manos heladas. Afuera, la luz del atardecer teñía los vitrales de la biblioteca con un rojo apagado. Por un momento me pareció que todo el lugar estaba empapado en sangre.

Esa noche no pude comer. El comedor seguía igual de bullicioso, con las mismas bandejas metálicas, el pan duro y la sopa espesa. Vera se sentó sola a unas mesas de distancia, como si no llevara un cadáver de veinticuatro horas sobre los hombros.

Yo no podía mirarla directamente. Me revolvía el estómago.

Al terminar, salí sola del comedor, fingiendo que iba a buscar mis apuntes. En realidad, necesitaba estar lejos de todos. Lejos de ella.

Subí al segundo piso, al baño del ala norte. Era un lugar antiguo, olvidado, que solía evitarse por su mal estado. Pero yo lo prefería así: nadie entraba, y la soledad era absoluta. La luz era tenue, con bombillas parpadeantes que zumbaban como insectos atrapados. El techo estaba agrietado. Las paredes, cubiertas de azulejos blancos que alguna vez fueron limpios, estaban manchadas por la humedad. Olía a piedra vieja y a agua estancada.

Apoyé las manos en el lavabo. Me miré al espejo.

No me reconocí del todo.

Mis ojos, normalmente tranquilos, ahora estaban abiertos de más, brillantes. Tenía las mejillas pálidas, los labios partidos por el frío. Parecía haber envejecido en un solo día.



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En el texto hay: #darkromance, #muerte, #asesinato

Editado: 01.08.2025

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