Me desperté de golpe.
Un sonido agudo y metálico rasgaba el aire. Como un cuchillo arañando la madera. Me incorporé de inmediato, con el corazón golpeando contra el pecho como si quisiera salir. En la penumbra de la habitación, apenas iluminada por la luz azulada de la luna, la vi de nuevo. Sentada en mi escritorio.
Vera.
Su silueta era inconfundible, la postura despreocupada, el cabello enmarañado cayéndole sobre los hombros. En la mano, una navaja. El reflejo del metal titilaba cada vez que la pasaba por la superficie del escritorio. Estaba escribiendo algo.
Intenté gritar. El miedo se acumuló en mi garganta como plomo derretido, pero nada salió. Giré la cabeza rápidamente hacia las camas contiguas. Nina dormía boca arriba, con su rostro sereno y ordenado como siempre. Iris, medio enterrada entre almohadas y mantas, roncaba con suavidad. Ninguna parecía haber escuchado nada. Nadie más la veía.
La vista volvió hacia ella.
No solo estaba allí, sino que ahora... estaba cubierta de sangre. No en su ropa, sino en la piel. Salpicaduras oscuras sobre su cuello, sobre sus brazos, sobre las manos que empuñaban la navaja. Pero no había heridas. Ni cortes. Ni una sola gota de dolor visible. Solo la sangre y esa sonrisa ladeada que nunca le había conocido.
Me miró como si yo fuese la intrusa. Como si no fuera ella quien había regresado de entre los muertos para desenterrar algo. Luego se levantó con calma, sin apuro, guardó la navaja en el bolsillo de su chaqueta como si fuera una pluma, y salió de la habitación sin abrir la puerta. Solo... desapareció.
Me quedé sentada unos minutos, sin atreverme a moverme. Finalmente, reuní el coraje suficiente para acercarme al escritorio. El corazón seguía latiendo tan fuerte que sentía cada pulso en las sienes. Acaricié con los dedos el borde arañado de la madera. Las líneas eran profundas y torpes, como si hubieran sido talladas con rabia. Decía:
Mentira Uno: Fue un suicidio.
Me eché hacia atrás. Las palabras me golpearon como una bofetada. ¿"Fue"? ¿Se refería a Vera? ¿O... a alguien más? ¿A mí?
No dormí el resto de la noche. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Vera volvía. No la Vera alegre que conocíamos, sino esta versión silenciosa, muerta, observadora. Cada crujido de los tablones o soplido del viento me hacía abrir los ojos de nuevo, aferrada a las mantas como si fueran un escudo contra lo imposible.
A la mañana siguiente, mientras Nina revisaba su uniforme frente al espejo y se ataba la trenza con precisión casi militar, Iris se quejaba de que el gris del uniforme la hacia parecer pálida y de que la ceremonia de ese día sería una pérdida de tiempo. Yo no hablaba. No podía. Me acerqué al escritorio, casi temerosa de encontrar las palabras todavía allí. Pero no había nada.
Ni una marca. Ni una hendidura. La superficie estaba tan lisa y limpia como siempre. Incluso olía a cera y madera vieja. Casi me mareo. ¿Había sido un sueño? ¿Una alucinación? ¿Estaba perdiendo la cabeza?
Nina se acercó.
—¿Estás bien, Sarah? Tienes una cara horrible.
Asentí sin responder. Ella entrecerró los ojos, como si dudara, pero no insistió. Iris ya estaba en la puerta, girando sobre sí misma para ver cómo le caía la falda.
—Vamos, que si llegamos tarde nos va a tocar en la primera fila.
La ceremonia se llevó a cabo en la antigua capilla del internado. Un edificio de piedra oscura, con vitrales rotos que filtraban la luz como cuchillos de colores. Dentro olía a cera derretida y humedad. Las bancas de madera crujían con el más mínimo movimiento, y los muros parecían absorber las voces.
El director subió al estrado. Alto, seco, con rostro de piedra. Las velas a su alrededor parpadeaban como si temieran arder por completo.
—Nos reunimos hoy —dijo con voz firme— para recordar a una de nuestras alumnas. Vera Morrison. Su luz, su vitalidad, su presencia, dejaron una huella en este lugar, aunque su paso fue breve.Es nuestro deber honrar su memoria.
Silencio.
—Este internado ha soportado el paso del tiempo, la tragedia, la pérdida. No es la primera vez que despedimos a uno de los nuestros. Pero cada uno... pesa.
Nina miraba al frente, recta, con las manos cruzadas sobre el regazo. Iris murmuraba algo sobre el discurso siendo demasiado dramático. Yo apenas escuchaba. Me costaba seguir las palabras. El dolor en las sienes había vuelto. Palpitante. Asfixiante.
—Según la investigación oficial —dijo el director, con una pausa dramática—, Vera Alcott tomó la decisión de quitarse la vida. Fue un suicidio.
La frase cayó como una piedra al fondo de mi estómago. Todo el aire desapareció de mis pulmones.
"Fue un suicidio."
"Mentira Uno: Fue un suicidio."
Sentí que todo giraba a mi alrededor. Que la capilla se encogía. Que el suelo se inclinaba.
—Sarah... ¿estás bien? —susurró Nina.
Intenté asentir. No podía respirar. Me llevé la mano al pecho, buscando aire.
—Tienes la cara blanca como papel —dijo Iris.
—Estoy bien. Solo... solo es la falta de sueño.
Mentí.
Cuando levanté la mirada, lo vi. Entre las sombras del fondo de la capilla. Percy, de pie. Inmóvil, observándome.
Su mirada era algo distinto. No era fría, ni hostil. Era intensa. Como si pudiera ver dentro de mí. Como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Como si supiera de la navaja, de la sangre, del escritorio. Del sueño, si es que había sido un sueño.
Tragué saliva con dificultad. Sentí el cuerpo encogerse, como si tuviera frío, pero no podía apartar los ojos de los suyos. Me sentí expuesta. Como si el resto del mundo hubiera desaparecido y solo quedáramos él y yo. Nunca habíamos hablado. Nunca siquiera cruzado palabras. Y sin embargo, su presencia me afectaba más que la de nadie en ese lugar.
Cuando la ceremonia terminó, apenas esperé a que las velas fueran apagadas. Salí rápido, como si el aire adentro me quemara.