La Quinta Mentira

3: La caja cerrada

La cocina del internado olía a grasa recalentada, cloro barato y esa humedad rancia que se impregnaba en los muros viejos como un moho invisible. Cada vez que apoyaba un pie en el suelo, sentía cómo resbalaba apenas, como si algo aceitoso cubriera las baldosas. Las lámparas colgantes zumbaban sobre mi cabeza con un parpadeo errático que se parecía más al lenguaje de los insectos que a la electricidad.

Nunca venía aquí. Mucho menos a limpiar. Pero había insistido, casi suplicado que me cambiaran de tarea. Le dije a la jefa de limpieza que necesitaba salir de los pasillos. Que necesitaba ver otro tipo de encierro, uno donde al menos no sintiera que las paredes se me cerraban como una trampa. Ella se encogió de hombros sin entusiasmo, sin saber que yo tenía un propósito.

Apenas crucé la puerta, las risas me golpearon como una bofetada. Dania y Clers estaban junto al fregadero, con los codos hundidos en la espuma y las mangas del uniforme escolar remangadas hasta casi los hombros. Se reían a carcajadas mientras hablaban de un chico de tercero que, según entendí, se había desmayado en clase de gimnasia.

Me detuve un momento en el umbral, observándolas. Ellas eran las antiguas compañeras de cuarto de Vera. Y ahí estaban, como si nada, haciendo chistes, salpicándose. Como si no supieran —o no les importara— que una de ellas había terminado como un saco de carne olvidado al pie del acantilado. Yo sabía que si hubieran encontrado a Nina o a Iris así, ni siquiera podría hablar. Y sin embargo, ellas reían. Me hervía la sangre.

—¡Sarah! —me llamó Dania, saludándome con la mano mojada, como si fuéramos amigas—. ¿Te tocó castigo también? No sabía que venías a cocina.

Me acerqué con cautela, sin entender cómo sabía mi nombre. Apenas habíamos cruzado palabras antes, y ahora me hablaba como si nos conociéramos de toda la vida.

—Sí —mentí con una sonrisa forzada, tomando un plato sucio—. Preferí esto antes que barrer pasillos.

Me hicieron un hueco entre ellas, y el olor a jabón, sudor y algo metálico me llenó las fosas nasales. Me concentré en fregar, en parecer natural, aunque cada parte de mí estaba en alerta. Iba a hacerlo. Tenía que preguntar.

—¿Eran muy cercanas a Vera? —solté, rompiendo el silencio tenso que se había formado desde que llegué.

Dania y Clers se miraron. Hubo un cambio casi imperceptible en sus expresiones. Seguían sonriendo, pero sus ojos... no.

—¿Cercanas? —repitió Clers, encogiéndose de hombros—. Compartíamos cuarto. Eso no significa mucho aquí, ¿sabes?

—Me refería a cómo lo están llevando —insistí—. Su muerte, quiero decir.

Esta vez, nadie respondió al instante. Dania se limpió las manos en un trapo, evitando mi mirada. Clers siguió lavando como si yo no hubiera dicho nada.

—Intentamos seguir con nuestra vida —murmuró Dania al fin—. Al final, fue su decisión. Nadie puede cargar con eso para siempre.

Apreté el estropajo hasta que sentí los nudillos tensarse.

Mentira número uno: fue un suicidio.

—¿Están convencidas de que se tiró? —pregunté, sin rodeos.

—Claro —dijo Clers, demasiado rápido, demasiado segura—. Eso dijo la investigación. Que se tiró. Punto.

—Vera era rara —añadió Dania en voz baja—. Siempre tenía cosas en la cabeza. Cosas que no contaba. Desaparecía por horas, volvía a la madrugada. Dejamos de preguntar.

Quise rasgar la burbuja de silencio que intentaban inflar entre las tres. No me iba a ir con evasivas.

—¿Rara en qué sentido?

Clers soltó un bufido. Dejó el plato que tenía con un golpe sordo en la encimera y se giró hacia mí, los ojos cargados de un rencor antiguo.

—¿Quieres la versión edulcorada para los muertos? ¿O la verdad?

—La verdad —respondí, firme.

—Era una zorra. Le gustaba acostarse con chicos que ya tenían novia. No por amor, no. Lo hacía porque podía. Porque le gustaba quitar lo que no era suyo. Y cuando el chico en cuestión dejaba a su novia, ella... simplemente perdía el interés. Así de simple. Así de cruel.

Me quedé en silencio. No porque no me esperara oscuridad, sino porque esa oscuridad venía con bilis.

—¿Te lo hizo a ti? —pregunté, midiendo cada palabra.

—Durante toda mi relación con Roy, se acostó con él. Toda. Y en cuanto él dejó de estar conmigo... ¡zas! También lo dejó a él. Se reía de nosotras, Sarah. De todas.

—Y aún así nadie dijo nada.

—¿Qué iba a decir? ¿Que mi compañera de cuarto era una perra sin alma? A nadie le habría importado. Tenía ese... encanto podrido. La gente lo confundía con carisma.

Dania intentó suavizar el ambiente, como si se diera cuenta de que todo se había ido un poco al carajo.

—Tenía una caja —dijo, casi en susurro—. Con llave. Siempre la escondía en sitios distintos, como si la vida le fuera en ello. Si alguien le preguntaba qué había dentro... se volvía loca. Nos gritaba y amenazaba.

—¿Y nunca supieron qué había dentro?

—Jamás. Pero desde que murió, la dirección selló ese cuarto. Cerraron con llave. Dicen que van a llenarlo de cemento o algo así.

No dije nada. Por dentro, todo era ruido. ¿Y si la caja aún estaba ahí? ¿Y si en esa caja estaba la clave de todo?

❂❂❂

Esa noche, el pasillo del ala norte estaba desierto. Me detuve frente a la puerta del antiguo dormitorio de Vera. El número colgaba a medias, oxidado, como si también quisiera caerse y olvidar.

No sabía qué excusa podía dar si alguien me encontraba allí.

Tomé aire. Empujé el pomo. Esperaba resistencia, pero no hubo. La puerta se abrió con un quejido lento.

El aire dentro era denso, lleno de polvo y algo más... algo antiguo, como si el tiempo se hubiera detenido. Las camas estaban vacías, desnudas. Los armarios abiertos como heridas. El cuarto estaba muerto, sí. Pero no vacío.

Me acerqué a la ventana. Daba directo al acantilado. A ese lugar maldito. Iba a irme. Pero algo llamó mi atención.

Una piedra, a la derecha del marco de la ventana, sobresalía apenas. Casi imperceptible. No sabía por qué la noté. No debía haberla notado.



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En el texto hay: #darkromance, #muerte, #asesinato

Editado: 01.08.2025

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