Cuando se es joven, el mañana parece un sencillo sueño que se puede planear a gusto, saber qué sería bueno experimentar antes de que ocurra. Se les narra a los amigos y se plantean metas para luego ser olvidadas con el tiempo, haciéndose simples comentarios casi inexistentes.
La vida cachetea y escupe de manera incondicional, los sueños no se cumplen del todo, cada persona existente se esforzará por sí misma. Los que lo logran, mantienen esa energía y motivación, los que no solo se les toca vivir con la verdad purísima: planear el futuro era innecesario, nada asegura que se cumpla, para luego sentirse motivado ya no por aspiraciones, sino por necesidades básicas.
Todavía recordaba esas alocadas fiestas de fin de año, cuando parecía una tradición entre niños hacerse metas y propósitos para el año entrante. Las memorias eran algo difusas, pero recordaba el éxtasis de comprometerse consigo mismo. Se juraban ser los más grandes, los más brillantes o los más ricos. Era fantástico ser niño, cuando la vida difícil era un sueño solamente.
Perduraban en su memoria esos sentimientos remotos: mamá haciendo carne guisada con arroz en el patio, mientras hablaba con los vecinos; Rita jugándole bromas a Alan cuando se enojaba, Víctor recogiendo animales de la calle; Amarel y Rose compitiendo por cuál recolección fue mejor ese año, la de Amarel de puros insectos extraños o la de Rose por diferentes tipos de plantas; y sus hermanitos en el corral sin rechistar.
Los hermanos Marine y los hermanos Hamlet eran sus amigos, pero Diago consideraba a Lane, su hermano, su mejor amigo.
─ ¡Yo seré el hombre más rico de las Praderas! — anunciaba Diago, cuando apenas tenía siete años.
─ ¡Y yo seré el hombre más asombroso! Tendré muchos caballos, muchas armas, un gran cuarto y mi propio baño — prometió Lane, teniendo él seis años.
─ Yo tendré mucho dinero para comprar tanta comida que no cabrá en ningún castillo ¡Y muchos hijos para divertirme todo lo que quiera!
─ Pero hermano — interrumpió Lane, algo cabizbajo y con los dedos pinchándose entre sí, con algo de vergüenza.
─ ¿Qué ocurre? — Diago dejó de brincar por las cajas pegadas a las casas para escucharlo, le parecía inusual que de repente su hermanito se apagara de esa forma.
─ ¿De verdad crees que todo eso pase? Me refiero a… si de verdad lo conseguiremos.
─ ¡Por supuesto que sí! — Diago le dio un grandioso abrazo sin arrepentimientos y él se lo devolvió, sus abrazos traían un calor muy especial para él.
─ Los sueños siempre se cumplen, hermano. Solo hay que esforzarse.
Quizás no se esforzó lo suficiente, o sus esfuerzos no valían lo necesario, no había nada que pudiese darle una respuesta exacta.
Nada de lo que soñó se cumplió con el pasar del tiempo: cuando quiso ser el hombre más rico, terminó viviendo con el resto de su familia en la misma casa desde que nació; cuando quiso tener dinero para comprar comida que llenase un cuarto, lo poco que ganaba en las minas apenas le duraba dos días para él y su familia; y cuando quería tener miles de hijos, apenas le echaban un ojo las chicas de la ciudad por culpa de su baja estatura y su mal olor.
Había veces cuando se sentía más a gusto durmiendo que estando despierto, porque así no tenía que enfrentarse a la vida que le tocó y podía vivir la vida que se prometió de niño: una vida sin ser un descendiente de los pobladores originarios, de la casta más baja.
Despertó una vez más con el cantar del gallo de la familia, no recordó qué nombre le daban sus hermanos, pero era la tercera generación de pollos que tenían desde donde podía recordar. Se estiraba lo más que podía, sin su ajustado uniforme, pudo tronar mejor los huesos de su adolorida espalda.
Buscó su vestimenta para el trabajo antes de que se le hiciese muy tarde para laborar: ya le habían dejado un morado en uno de sus omoplatos, no quería otro por llegar retrasado. Nuevamente los botines de los otros días y la gorra apretaba su cabeza que enuncia “2f-5t”. Ese era el código alfanumérico que se le otorgó para diferenciarlo del resto de trabajadores, había tan pocas personas que lo llamaban por su nombre real que comenzó a considerar que ese código era mejor que tener un nombre propio.
Se percató de la ausencia de otro uniforme que debería de estar al lado del suyo. Su hermano Lane había salido de la habitación antes que él, lo que lo irritó un poco.
Lane se había vuelto la imagen de la casa esos últimos años: siempre sonriente, enérgico, trabajador y motivado, aunque tuviesen el mismo trabajo, aparentaba irle mejor siempre por su actitud. Lo consideraba un ignorante por la realidad, mantenía esa energía y espíritu desde que eran niños sin razón aparente, soñando a cada rato como si el día siguiente fuese mejor que el anterior.
No soportaba más su vida con esa cuerda de anormales que eran su familia, con tantas ganas de vivir sonriendo que era vomitivo, pero se mantenía con ellos alimentándolos y cooperando para conseguir dinero. Se había rendido consigo mismo, quizás la responsabilidad era su nuevo sueño al no poder hacer nada más.
El ático era donde todos dormían en la casa en sus respectivas camas. Junto a Diago, se despertaron sus hermanos gemelos menores de entre sus cobijas: Nathan y Emma, sus medio hermanos más pequeños, aunque los consideraba más bien pulgas más hambrientas de lo normal que su familia.