La Rebelión de los 57. Prados y Nieve

Capítulo X

Un día más en Casquillo Plateado no hace mucha diferencia, si no fuera porque había un nuevo empleado. Alan se estaba formando para recibir el desayuno de los soldados, una línea larga que debía ser respetada, tanto en tiempo como en formación. Detrás de él llegaron su hermana y Amarel, irónicamente, a él sí le tenía mucho respeto: siempre lo había visto como un talento nato desde pequeños.

─ ¿Qué se sirve hoy? Me muero de hambre ─ comentó Rita, raramente cómoda.

─ Pero si te estás comiendo un durazno justo ahora ─ le reprimió Amarel, confundido.

─ Un solo durazno no es desayuno.

─ ¿Nunca dejas de parlotear? ─ acusó Alan, pero la pasó por alto y a su efecto en ella ─ Amarel. Cuéntame ¿Te ha ido bien?

─ No tanto, creo que tengo síndrome del túnel carpiano. Me duele mucho la muñeca.

─ Qué lástima, ya no podrás hacer tus “trabajitos” personales.

─ Eso es cierto ─ admitió, pero terminaría por dudar ─ ¡Oye! No andes de graciosa con cosas tan feas.

Cuando les tocó recibir su desayuno, bajo el bello sol recién salido, los tres notaron algo muy peculiar: aquel que servía la avena azucarada era demasiado joven, en comparación a los encargados habituales, pero seguía trayendo la malla y el delantal, el cual era único con el símbolo de la Yegua de Guerra. El chiquillo los observaba con un rostro de desesperación, mientras lo analizaban.

─ ¿No eres un poco joven como para estar aquí?

─ Estoy sirviendo el desayuno, a nadie le parece importar mi edad.

─ ¡Esperen! ─ vociferó la chica ─ Llámenme loca, pero no dejo de pensar que ya te vi antes. ¿No lo creen, muchachos?

─ Es cierto, me parece muy familiar…

El pequeño no dijo nada, es más, comenzaba a angustiarse: esos tres chicos casi adultos estaban tomando demasiado tiempo en la fila, no estaba avanzando, y suponían tener sus ojos prácticamente encima de él. Un muchacho detrás de ellos se quejó, simulando ser su salvación, pero Rita lo calló con un dedo.

─ Yo a este niño lo conozco.

─ ¡Sí! Completamente ─ afirmó el de ojos rojizos.

─ Hay que acordarnos o no viviré en paz. Esperen…

Sin previo aviso, Lane pasó por los comedores, saludando a todos aquellos que tuviese por delante y los conociese: en su mayoría gente del personal que servía el desayuno. Alan y Amarel lo observaron desde lejos y se percataron que, tanto Lane como el chico del comedor, tenían el mismo color de ojos.

─ No, olvídalo, no te conozco, yo creía que sí.

─ ¡Ay Rita! Es Nathan, el hermanito de Diago y Lane.

─ ¿Diago y Lane tienen un hermanito? ¡Creí que sólo eran ellos dos!

─ No te olvides de los gemelos ─ aclaró ─, Nathan y Emma, los más pequeños.

─ ¡Ay es verdad! ─ profirió, muy apenada ─ Discúlpame, no te reconocí. ¡Qué alto estás! ¿Cómo llegaste acá? ¿El delantal es cómodo o es caluroso como dicen?

─ ¡Bien! Me alegra verte… Rita ─ comentó Nathan, tratando de recordar su nombre ─ Pero tengo mucho trabajo que hacer, así que, ¿Pueden irse?

─ Vaya, cuánto rubor adolescente.

Lane, el orgullo de la Rebelión, sin mucha molestia, llegó hasta el otro lado del comedor sólo para hacerle compañía a su hermano. Incluso con el desdichado labor, él seguía sonriendo de una forma muy optimista.

─ Tranquilo, estoy aquí para ti ─ se dispuso a tomar un cucharón e ir sirviendo la avena junto a él ─. Los soldados suelen comportarse como imbéciles con gente con una labor como la tuya.

─ ¿En serio?

─ ¡Sí! Se vuelven muy arrogantes, pero no tanto cuando alguien con gran imagen está cerca para dar un ojo.

─ ¿Hablas de ti?

─ Pues sí ─ antes de seguir sirviendo, permitió que su hermano menor continuase un poco ─. Oye, sé bien que estos últimos cuatro días no han sido fáciles, pero todo a su debido tiempo ¿Bien? Sé bien que te ganaras tu puesto en otro sitio.

─ ¡Gracias! ─ aulló el pequeño muchacho, recibiendo unas caricias en el cabello muy tiernas ─ Sólo espero que no nos tome mucho tiempo.

De entre los cuatro hermanos Le’Tod, Emma sería la que mejor se llevaba con los animales. Los establos donde dormían todos los caballos eran inmensos, tan grandes que en sólo un edifico podrían caber mil de esas bestias, cada una con su propio establo. Había rampas preparadas y sistemas de alimento muy bien diseñados.

El instructor de hípica, quien tenía la labor de enseñar a montar a caballo a los guerreros, le había asignado la tarea de cuidar unos pocos corceles y yeguas de la planta baja. Un hombre delgaducho, con frente prominente y mejillas tersas, pero con un dialecto que lo hacía muy respetable. No tenía tatuaje alguno, así que no era de la Orden.

Ese hombre le enseñó lo importante que eran los caballos para un ejército y, sobre todo, para los pradeños como él. La jovencita jamás escuchó tales versos ser dedicados a tales bestias, pero era sensación gloriosa.

─ Los caballos son el corazón de las Praderas ─ comentó, acariciando el hocico de una yegua negra ─, no son sus recursos económicos o el valor de su gente, los caballos son los auténticos pradeños. Bestias veloces, refinadas, indomables y poderosas, están más unidos a los paisajes de esta nación que nosotros. Ellos saben lo que es disfrutar, ya sea corriendo o dando saltos por las colinas pastosas. Ellos son la auténtica fuerza de la libertad, por eso son nuestro símbolo.



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En el texto hay: fantasia, aventura epica, magia acción

Editado: 05.01.2024

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