Para Bianca y su padre Arthur, los árticos eran una raza rica de cultura. Ante sus ojos, la princesa era una más de ellos. Aunque fuesen un pueblo orgulloso, pomposo y algo altanero, le agradaba tener a muchas personas que creían en ella. Sin embargo, todavía le asfixiaba no dar la talla o que la devorasen sus propios errores.
No creía mucho en la esperanza o en la confianza propia, no estaba en su forma de pensar y ver el mundo. Sólo sabía que, si quería ser la mejor, debía serlo realmente. Las fuerzas del Frente Pradeño-Ártico necesitaban a la mejor líder y a la mejor inspiración.
Se sentía mucho más segura ahora que estaría a salvo en Fuerte Polar: un puesto de avanzada como ningún otro, con una extensión de tres kilómetros en su muro frontal, era considerada la mejor estructura militar jamás creada por humanos; tenía torres grandes y gruesas como pilares de hielo, suelos empedrados y todo tipo de pasadizos y pasillos que lo hacían indescifrable para los invasores. No por nada la llamaban la Ciudad Militar, Bianca concluyó que Ciudad Ártica era mucho más pequeña.
Algo que los beneficiaba era que el Paso de la Escarcha, el paralelo al Paso de la Doma, era la única forma de llegar a las grandes ciudades de las Montañas del Norte. No obstante, estaba vigilado y custodiado por Fuerte Polar desde cualquier ángulo: si querían pasar a las ciudades árticas, tendrían que traspasar sus muros primero. Tampoco podían tomar rutas alternativas, sólo quedaban las villas rocosas hacia el este y oeste de los muros y la ruta marítima por el Mar de Occidente y el Mar de las Sombras. Nadie en su santo juicio pasaría por ninguno de esos cuatro lugares.
Las fuerzas árticas abrieron las puertas del norte al verla llegar con lo que restaba del ejército. Todos adentro la alabaron y tomaron sus manos en agradecimiento. Su sola presencia los hacía sentir a salvo e inspirados, una simple chica de diecinueve años. Bianca no encontraba razones para tanta adoración: ¿Será su rostro? ¿Serán sus prendas de pieles de búfalo y pantera plateada?
— Déjenla en paz, no la abrumen antes de la batalla.
Bianca, por instinto, se acercó a quién la rescató. Eran seis en total, más una última que jamás había visto antes: su cabello era de un color que recordaba al oscuro mar, con motas blancas que hacían de estrellas; no portaba una indumentaria militar, sino unas pieles marrones y gruesas de una bestia que no pudo identificar. Sus ojos eran de un color dorado que jamás había visto y sus labios dibujaban una sonrisa tan deseosa y pícara. Llevaba un tatuaje de cobra en la frente, como la mayoría ahí.
— Usted... no es... — dudó Bianca mientras dejaba huellas de sus botines en la nieve.
— Permítame presentarme, princesa — ella hizo una reverencia femenil, no correctamente, pero lo intentó —. Soy la nueva general del virreinato. Mi nombre es Crescenta Tekin, princesa.
— ¿Tekin? No es ártica.
— No, princesa, no soy ártica. Pero sí le prometo que no se va arrepentir. ¿Gusta de un chocolate caliente conmigo?
La princesa aceptó sus invitaciones, aunque su aura daba señales de una actitud pintoresca y vanidosa. Los otros seis que las siguieron los abrazó como viejos amigos, y ellos hicieron igual.
Se trataban de su escuadra personal desde que era niña: Xotur, Thorten, Gendra, Froilán y Katarina habían sido escogidos para ser la guardia real de los hijos de Arthur Blizzard, ahora lo serían también en el campo de batalla. No eran de la Orden de la Cobra, decidieron mantener su piel limpia de los tatuajes, pero jamás habían fracasado en su propósito.
Xotur era demasiado prepotente, hasta parecía tomarse todo a juego, como si fuera un personaje de cuentos de hadas. Thorten, su hermano menor, era mucho más serio y recitaba poesías espléndidas, aunque era perfeccionista en cuanto aspecto. Gendra era más liberal, chistosa, pero tenía un problema con quedarse siempre dormida. Froilán era pomposo, altanero, engreído, pero muy inteligente y lógico. La linda Kat era menor que todos, más pequeña, pero con una voz tan gruesa que le hacía sonar igual que un hombre.
Los cinco hermanos estaban vestidos con sus hermosas armaduras que reflejaban la luz, y sus capas blancas con la cobra de la Orden en todo el medio.
Además de ellos, estaba Jedrek. Su cabello era largo y color canela, y sus pómulos estaban altos y eran delgados. No era de muchas palabras, pero sus capacidades militares estaban a otro nivel. Él había sido el aprendiz de Frederic Blueson cuando éste estaba vivo, y no necesitó un tatuaje para serlo. Ahora era el jefe de las fuerzas puramente árticas en el nuevo Ejército de Erradicación, mientras que Tekin se encargaría de las fuerzas tatuadas.
— ¡Princesa! ¡La defenderemos de todo peligro! — proclamó Xotur a todo pulmón.
— Muchas gracias muchachos, pero ¿No creen que es un extremo seguirme a todos lados?
— La protección constante reduce las posibilidades de infortunios — le respondió Froilán.
— ¡Todavía es una chica! ¡Hay que dejarla divertirse! — reprochó Kat, llegando detrás de todos ellos.
— ¿Podrías no hablar tan fuerte? Me duelen los oídos... — le contradijo Gendra, con unos ojos somnolientos.
Bianca se sentía algo sofocada, como si no trajera suficiente peso encima. Pero no podía evitar admitir que, con esos cinco y a la memoria en vida de Blueson, ya no se sentía tan presionada. Porque eran sus pocos amigos en todo el país.