Alan derribó, con el poder de su martillo, la puerta por la cual entraron y esta les escupió grandes cantidades de agua más. El nivel comenzó a aumentar, le estaba llegando por las pantorrillas. El mayor de los tres insistió en que se tomasen las manos para hacer igual que un ferrocarril. Rita se aferraba a los dos con fuerza sabiendo que ninguno de los tres sabía nadar.
Lucía como si alguien hubiera colapsado las alcantarillas por completo, cada paso que daban, el agua consumía más el nivel. Alan debió tomar la difícil decisión de retomar el camino de antes, así encontrarían una salida. Pro su camino se vio bloqueado por una poderosa barrera de agua podrida, no podían ver nada mínimamente seguro del otro lado de esa espuma.
— ¡Chicos…! — gritó Víctor para que se dieran cuenta que el agua, en unos pocos pasos, ya le había cruzado los muslos.
El peso de las corrientes de la cloaca igualaba al de cargar cientos de cadenas por las piernas, que poco a poco se enroscaban alrededor del cuerpo. Rita los animaba a que continuaran su penumbroso y pestilente camino, pero la verdad era que su corazón iba a explotar. Hasta ella y Alan dejaron sus armas a merced del agua con tal de tener menos peso que llevar, pero ya les llegaba por el ombligo. No era como nadar en un río o en el mar, era un líquido que ardía y punzaba infinidad de veces.
Respirar comenzó a ser una tarea difícil, en medio de la incertidumbre, sólo se les ocurrió regresar a la encrucijada de antes por una salida, aferrándose con todas sus fuerzas a las tuberías y a la piedra mugrosa. Los cadáveres de sus compañeros espías comenzaron a deambular por las alcantarillas como simples deshechos de la ciudad, y algo mucho más sombrío que se asomaba por medio de espinas.
— ¡Aquí es! Podemos llegar hasta allá arriba — la voz de Alan apenas se escuchaba por culpa de los ensordecedores torrentes verdosos.
— ¡No podemos ahogarnos! ¡Busquemos algo que flote! — sugirió Rita y todos la siguieron.
Ella se aferró a un tronco viejo, su cabello olía a todo menos a algo limpio; Víctor usó un barril, hasta pudo subirse encima de él y respirar un poco; pero Alan fue aquel a quien más le costó encontrar un flotador improvisado. El agua ya subió hasta alcanzar su plexo solar y ninguno de los objetos de sus hermanos lo aguantaría a él también. Sólo podía aferrarse a sus manos, aspirando a que no lo arrastrase el agua.
— ¡Alan! ¡Alan! — gritó Rita apenas contempló, aterrada, cómo su hermano mayor fue tirado con fuerza hacia abajo. Su cabeza desapareció en un parpadeo y el agua los estaba separando cada vez más.
Alan no podía ver ni sus propios parpados, el solo abrir los ojos le ardía con furia. Algo brusco y poderoso tomó su pierna protésica, incluso sin dolor alguno, se dispuso a regresar a la superficie costase lo que costase. Aquel ser comenzó a dar vueltas para que el muchacho también lo hiciera: un intimidante e imponente cocodrilo de las cloacas, negro como la noche y robusto como una armadura. Un animal que Alan sólo vio en las caricaturas de los periódicos.
Si tuviera su martillo, le daría la paliza de su vida. Pero el entrenamiento de Skycen nunca lo preparó para peleas con reptiles de media tonelada, menos bajo el agua. Con los pulmones apunto de estallarle, Alan se lanzó hacia abajo, a través de un campo desconocido para él. Apretó sus manos contra el hocico del cocodrilo, igual que estrujar una piedra.
— ¡Debo bajar! ¡Espérame! — anunció Rita con coraje, el torbellino verdoso abarcaba ya casi toda la habitación.
— ¡Voy contigo! — dijo Víctor, sin titubear. Pataleando y chapoteando — Pero, ¿Dónde está?
El mayor de los tres emergió de las profundidades, estirando los brazos y tragando aire como loco. No alcanzó a decir ni dos palabras cuando volvió a desaparecer. Rita y Víctor vislumbraron un objeto largo y escamoso a espaldas de Alan antes de hundirse por segunda vez.
— ¡Lo está atacando algo! ¡Ya no importa! ¡Voy a bajar! — Rita salió del tronco viejo y se metió de cabeza en las podridas corrientes. Víctor estuvo más que dispuesto a seguirla en la oscuridad, sin aire, pero las paredes comenzaron a agrietarse.
El remolino empeoró, la figura de su hermana también desapareció. Poderosos torrentes sometieron a los tres, separándolos por mucha más agua. El menor, Víctor Marine, emergió a la superficie como esclavo de fuerzas todavía mayores. Pataleaba con todas sus fuerzas, hasta la ropa comenzó a pesarle también. Olía todavía peor y abrazó lo que quedaba del barril como una parte de su cuerpo más.
Un esperanzador rayo de luz cubrió la cueva y el chico se encontró con una zona nueva, todavía muy joven para ser inundada. Tosió con fuerza, levantó la vista, pero ni rastro de sus hermanos. El mar de las tuberías fue tan intenso que quebró parte de las paredes, como si alguien las hubiera hecho reventar. Sobre él yacía una escapatoria, una tapa de al menos quinientos kilos que podría mover para salir a las calles de Nido de Colibríes.
— ¡Alan! ¡Rita! — gritó con toda la fuerza que podía conseguir dentro de sí. Fue un camino turbulento y asfixiante, pero, ¿Dónde estaban sus hermanos?
Rita combatía contra una reja que no la dejaba pasar, pero si a kilos y kilos de más agua. Fue lanzada por culpa del colapsar del techo, las alcantarillas volvieron a sabotearla. Con toda la fuerza de sus brazos y aguantando el aire de tanto en tanto, buscaba romper esos barrotes en su punta más oxidada. Tenía unos pocos centímetros libres por encima de su cabeza para así tomar aire, pero no le duraría demasiado.