En los pasillos corría el frío aire, cargaba un olor a soledad y miedo. Y de la tristeza mejor ni hablemos. Las paredes blancas se adornaban con alguna que otra flor marchita. Cóndor Lee, El Dorado, se trataba de un internado para jovencitas que buscaba —según sus misiones— que las niñas crecieran y se formaran dentro de una sociedad entregada a la educación.
En algún espacio profundo, durante las noches, se escuchaba una flauta tocar. Muchos habrían dicho que se trataba de la imaginación de Raquel, pero otros asegurarían escucharla junto con ella. Tocaba una canción que desgarraba el alma, tan suave y melodiosa que era cuestión de instantes para que las personas que la escuchasen comenzaran a llorar sin darse cuenta. Llegaba diciembre, la fecha más nostálgica para muchos, el recuerdo triste de aquellas niñas solo era la tibia calidez de sus padres, y para algunos, un recuerdo que jamás existió.
Raquel se levantó descalza buscando el sonido de ese extraño lugar. Con la cobija sobre su espalda para no enfermarse anduvo deambulando por los pasillos hasta llegar a la puerta de la entrada. La niña sabía que si las institutrices que las cuidaban llegan a darse cuenta, la azotarían con varios golpes de cinturón, cosa que ya le había pasado por robar un panquesito de la cocina el día que la enviaron a su cama sin cenar. En contra de todo su buen juicio, asomó la nariz fría mientras sentía cómo se iba cambiando lo cálido del cuarto por el frío de la madrugada. Tal y como lo había esperado, allá afuera no había nada, solo nieve, una muy buena cantidad de nieve.
De pronto:
—¡Niña malcriada! ¿¡Qué haces aquí!? —se escuchó el grito fúrico de una de sus cuidadoras.
Raquel no esperó a que le dieran un castigo, aprovechó que la mayor parte de los corredores estaban oscuros y echó a correr, sin embargo la victoria no le duró para siempre. La niña resbaló cayendo y siento sujetada por la mujer.
—¿Qué hacías allá afuera? ¿Pensabas huir?—rugió la nodriza.
—¡Suéltame! ¡Quiero a mis padres!
—Tu padre nos dio una clara orden de educarte.
—¡Él no es mi padre! ¡Suéltame Catalina, me estás lastimando!
Finalmente fue encerrada y castigada sin desayuno ni cena.
San Felipe-Guadalajara, 1972.
El auto se detuvo, era un taxi de sitio color blanco, incluso parecía ser que el olor a nuevo de los asientos seguían en él. De su interior, el conductor bajó dos gruesas maletas que quedaron sobre el piso barnizado, y seguido de eso apareció una preciosa joven rubia. Estaba frente a una residencia en donde la recibieron los guardias y las empleadas.
—… necesito verificar las inversiones y hablar con los socios… —Horacio Peña bajó de lo alto de las escaleras mientras hablaba por teléfono, pero al ver a la hermosa joven que misteriosamente se hallaba de pie en el recibidor de la sala, un brillo lascivo apareció en sus ojos— Hola, preciosa. ¿Te puedo ayudar en algo?
La joven lo miró con severo coraje.
—No me reconoces, ¿verdad?
—¿A caso debería? —el hombre se acomodó la corbata.
—Soy Raquel.
—¿Rachel? ¿Qué, qué haces aquí?
—Cumplí dieciocho años hace siete meses. El colegio en donde me metiste tiene un límite de edad, y adivina cuál es.
—¿Por qué no llamaste antes?
—Lo hicieron los de Cóndor Lee, y según ellos, dijiste que enviarías a alguien de tus empleados a recogerme en el aeropuerto. Qué bueno que aprendí a valerme por mí misma, tío Horacio.
—Maldición —miró a sus empleados y llamó a una de las mucamas—. Llévala arriba y que desempaque sus cosas en una de las habitaciones.
—Supongo que no puedo utilizar mi habitación de cuando era pequeña, ¿verdad?
—La convertí en bodega, querida. Por el momento puedes ocupar cualquiera de las demás. Yo iré a verte en un par de horas.
Raquel obedeció, tomó sus maletas y siguió a la mujer que en ningún momento se atrevió a decir algo, sino hasta llegar al cuarto.
—Puede acomodar sus pertenencias principales, señorita. Cuando su padre se desocupe la cambiará a una mejor habitación.
—No es mi padre.
—Lo lamento, señorita. El señor así nos lo ha señalado.
—Pues no es así. No soy su hija, afortunadamente.
Al quedarse sola, Raquel comenzó a desempacar todas y cada una de sus reliquias familiares y personales, entre todas ellas colgó en las paredes los pequeños retratos que aun lograba conservar de sus padres.
—Rachel —Horacio abrió de golpe la puerta, pero al recordar que Raquel ya no era una niña, volvió a cerrarla y a tocar como es debido.
—Adelante.
—Disculpa la demora. Tuve varios asuntos.
—¿Conservaste el bufete?
—¿Qué esperabas? Al fin de cuentas es lo que nos devolvió toda esta riqueza. Vamos, preciosa, quita esa cara de enojo. Lo siento, olvidé que tenía que ir por ti al aeropuerto, pero supiste llegar a casa.
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Editado: 10.09.2021