La Reina

TRES (Parte 2)

Una mañana para celebrar, ese día no hubo enojo. Raquel bajó corriendo las escaleras y saludó de muy buen humor a las empleadas que le servían el desayuno. Horacio bajó seguido de ella, dejó de lado el bastón y se sentó frente a su sobrina.

—Te veo muy contenta, Rachel. ¿Qué estás tramando?

—No estoy tramando nada. Es el cambio de clima y ambiente el que me ponen así. Además, siempre es mejor estar con la familia, ¿no?

El hombre le sonrió.

—Yo saldré este día, pero cuando regrese necesito hablar contigo. Te tendré una noticia que quizá te agrade.

Horacio se levantó y no se fue sin antes dejarle un cariñoso beso en la frente.

Durante el mediodía, Raquel aguardó pacientemente hasta que su tío abandonara la casa. Una vez que el auto salió y la cerca volvió a cerrarse, ella pudo salir y trepar cuidadosamente el enorme muro en el que Constanza solía entrar a hurtadillas.

—No recordaba esto tan alto —se quejó la joven viendo hacia abajo en donde se encontraba su amiga.

—No ha cambiado en nada, sigue siendo la misma altura.

—Espero no romperme ningún hueso cuando… cuando ¡brinque! ¡Constanza atrápame!

Raquel llegó al suelo y no se llevó ningún rasguño más que un morado en su rodilla derecha, fuera de eso su cuerpo volvió a la vida cuando finalmente pudo abrazar a su querida amiga.

—No tienes una idea de cuánto te extrañé.

—Y yo a ti, Rachel.

Subieron y bajaron calles, anduvieron de tienda en tienda y corriendo en las calles donde abundaba el tráfico, los niños corrían y jugaban a la pelota, había yoyos, baleros, carritos de madera y juegos que aún no dominaba la tecnología; pero así como la aparente felicidad se ocupaba de las personas, también las desgracias, la pobreza y el sufrimiento que mucha gente sabía ocultar en sus rostros plagados de preguntas. Raquel estaba consiente de todo eso, lo vio la primera vez que brincó los muros para abandonar la joya en aquella residencia y conocer un mundo real, un mundo al que no lo cubre una moneda de oro ni un collar de diamantes. Tampoco vamos a dar por hecho que San Felipe se estaba hundiendo en miseria, pero no era nada comparado a lo que ella vio al nacer. Algunos niños corrían descalzos, con la ropa remendada, sus caritas sucias y alguna que otra triste.

—¿Qué te pasa? Te veo… pensativa.

—¿Por qué… la gente vive así? No sé ni cómo preguntarlo.

—¿Así cómo?

Raquel se quedó callada, ella miraba a todos lados y hacia las casas más dañadas, pero a pesar de tener la palabra en la boca, no se atrevió a soltarla. Era tanta la expresión en su rostro que Constanza lo entendió perfectamente y le robo las palabras.

—¿Pobre?

Raquel la miró.

—Esa es la palabra. La gente vive en pobreza. No te escondas para decirlo, Rachel, no dices nada que no sea cierto. Y no te preocupes, esto no es nada en comparación con otros lugares. Las personas de San Felipe no viven como tú, pero la unión y en algunas ocasiones la felicidad no les hace falta. No todos tuvimos la fortuna de “nacer en cuna de oro”.

—¿Cuna de oro?

—Así se le dice al acto de nacer como tú. Desde bebé jamás te faltó nada, tus padres no se preocupaban por comida, por empleo ni por nada más, porque no necesitaban hacerlo.

—Yo vivo aquí, ¿por qué no conozco sobre esto?

—Aquí naciste, aquí te criaste los primeros años de tu vida, pero no has vivido aquí lo suficiente para saberlo. Siempre has estado rodeada de lujos, mejores escuelas y alguien paga tus gastos. La vida aquí afuera no es así, es por eso que muchas personas optan por el lado fácil.

—¿Cuál es ese lado?

—Algunas veces el contrabando ilegal, y otras el emigrar a Estados Unidos.

Ya no había necesidad de seguir haciendo más preguntas. Sin que Constanza se diera cuenta, Raquel la observó por unos segundos preguntándose si su querida amiga pasaba por lo mismo y en qué grado se encontraba su vida. Pero entonces una secuencia de cláxones se abrieron paso en los demás autos que comenzaban a desocupar la calle. La causa de todo el barullo era que el abogado Peña, custodiado exageradamente por tres camionetas, viajaba en la propia atento de cualquier cosa que pudiera ver y pudiera interesarle.

—Ay! No puede ser.

—¡Corre! Corre.

Sujetadas de la mano, llevando el mismo trote pero a la vez la misma testarudez, cruzaron calles enteras con la esperanza de no ser descubiertas ni alcanzadas.

—Espera Cony, estoy cansada.

—Date prisa o llegaremos tarde.

—¿Tarde para qué?

—Para la cena.

—¿A dónde vamos?

—A mi casa.

Las dos chicas siguieron corriendo. Raquel no sabía lo que era sudar y esforzarse fuera de un gimnasio pagado, el que corriera y lograra mantener el paso de Constanza significó para ella romper otro más de sus estereotipos.




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