La Reina

CUATRO

Constanza cayó y en su intento de correr se raspó las rodillas. No importó cuanto se esforzara en llegar, cuando sus pies pisaron la entrada de su casa, la recibió la dura noticia de que su padre había muerto.

Las cosas no fueron fáciles para nadie, fueron dos días de tristeza y desamparo para ambas mujeres que no encontraron consuelo. Finalmente cuando la tenue mañana del tercer día cayó en San Felipe, Raquel tomó la iniciativa de levantarse temprano, era domingo y no debía presentarse en el Bufete, pero al abrir las cortinas de su ventana, un extraño rayo de luz la golpeó en los ojos. El reflejo parecía ser proyectado por un objeto ajeno a la naturaleza, y lo más llamativo era que parecía provenir del muro en donde Constanza y ella se visitaban.

La joven caminó hasta allá, no le importaría que los guardias de Horacio la estuvieran vigilando, ya que solo era una aparente chica en busca de un ramo de flores para su querido tío. Sin embargo, al llegar a él lo que halló fueron dos cosas importantes: un pequeño espejo que proyectaba el rayo y un papel arrugado.

“Nos mudamos hoy. C.P.”

El leer esas tres palabras le hundió el corazón. No podía permitir que se fueran sin antes agradecerle y hacerle saber a Constanza que fue y siempre sería su única y mejor amiga.

Raquel era demasiado lista, no por nada llegó hasta donde estaba. Tenía dos cosas a su favor: su inteligencia y un auto. No obstante tampoco pensaba salir sola, esta vez haría caso de su tío y ella misma buscaría a una guardia para que la llevase.

—Jimmy, ¿estás ocupado?

—Estoy en mi turno, señorita Raquel. ¿Se le ofrece algo?

—Que me lleves al pueblo. Necesito comprar ropa interior. ¿Podrías hacerlo?

—Seguro, señorita. ¿Gusta que el viaje se haga en una camioneta del señor Peña?

—Mi tío me compró un auto. Quiero que lo utilices.

Raquel y el hombre salieron, pero su libertad no era tan verdadera como Horacio se la había descrito. En la entrada, Héctor, el jefe de seguridad, los detuvo.

—¿A dónde van? —preguntó.

—¿Es que acaso tengo que decir todo en esta casa? Necesito ropa interior.

—Su tío dijo que podía salir sola, señorita.

—Sí, con la condición de avisarle. Llevo a un guardia conmigo que pasará aviso de todo lo que yo haga al licenciado Peña, ¿qué más necesitas para dejarme salir?

Héctor la miró una última vez.

—Con cuidado señorita.

Y finalmente salieron.

Durante el camino la mente de Raquel comenzó a maquinar una infinidad de posibles ideas para escapar; cuando de repente:

—¿A dónde quiere que la lleve, señorita?

—¿Cómo?

—¿A qué tienda de ropa? Hay varias por esta zona.

Raquel miró al frente suyo, pero por más que intentó recuperar viejos recuerdos del lugar, no había nada. Todo se veía borroso como la tarde de aquel día en que conoció al anciano Peralta.

—No… lo sé…

—La puedo dejar en la primera que encontremos.

—No. Yo sí sé a dónde quiero ir, pero no recuerdo el nombre de la calle. Sólo sé que hay un puesto de periódicos llamado Hazael y la estatua de un ángel.

—Creo que sé a cuál tienda sea ir.

El guardia manejó durante unos minutos más, y al pasar el enorme monumento del ángel, Raquel supo reconocer en dónde estaba, una cuadra más hacia el sur y encontraría la casa de Constanza.

—Espera aquí, Jimmy.

—No puedo dejarla sola, señorita. Este lugar es algo peligroso.

—¿De verdad vas a entrar a una tienda de ropa interior para dama?

El sujeto lo pensó.

—No se tarde, señorita.

Rachel salió, aparentó caminar a la puerta de entrada y cuando el guardia ya no la estaba vigilando, corrió, echó a correr tan de prisa que nadie —solo las personas de la calle— pudieron verla.

Todo a partir de ahí le fue conocido. Al llegar golpeó con agilidad la puerta y de ella apreció Alonso.

—Raquel, ¿qué haces aquí?

Rachel miró por encima de su hombro y al ver a Constanza sentada en el suelo mientras terminaba de cerrar una caja de mudanza, corrió a abrazarla.

—No puedes irte sin que yo me despida.

—¿Cómo te lograste escapar?

—No importa. Solo quiero decirte que te quiero mucho y que no importa lo lejos que estés—la voz le falló—, siempre serás lo más bonito que me ha pasado.

—No me digas eso… No me conoces lo suficiente como para que llores.

—No necesito una vida entera para saber que eres especial.

La firmeza de Constanza se quebró, pronto ella también comenzaría a llorar.

Detrás de un par de cortinas apareció Ester.

—No tienes idea de cuánto nos dolerá dejarte, Raquel. Pero con mi esposo muerto, no me agrada la idea de quedarnos.




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