La Reina

SIETE

 Mientras Raquel se hallaba pasando sus difíciles días en prisión, los Peralta optaron por no marcharse de San Felipe. Ellos regresaron a su antigua casa —o al menos lo que quedaba de ella— intentando reconstruir los dañados cimientos y paredes, pues a pesar de que la casa estuviera a unas cuadras de distancia en donde explotó el auto bomba, no significó que la arquitectura no sufriera daños importantes.

El día del juicio, ahí estuvieron presentes los tres, miraban desde las bancas traseras al juez, a Raquel y a su abogada, quien parecía tener en el rostro una vaga sombra de desesperanza y temor.

—Estamos de vuelta en el registro No. 067 —comenzó hablando el juez—. La corte se ha visto en la necesidad de convocarlos nuevamente, puesto que el jurado finalmente ha llegado a un veredicto. Pido de favor que se me haga llegar el sobre.

El juez esperó, uno de los miembros del jurado caminó hacia él llevando el sobre que contendría la respuesta a tantas noches de angustia para los Peralta y para Raquel.

—El tribunal determina que el jurado está en la forma más adecuada y estable para determinar un veredicto. Entonces —el hombre miró a Raquel, ya había leído el documento—, señorita Raquel Arizmendi Almanza, se le declara inocente y absuelta de todo cargo por todos los hechos ocurridos.

Raquel se desplomó en los brazos de Sonia, abrazada a ella comenzó a llorar mientras, detrás suyo, Ester y sus hijos gritaban y aplaudían gustosos. No obstante esa felicidad no les duraría para siempre, porque el hombre siguió hablando.

—Tiene una orden de alejamiento para que no intente volverse a acercar a la residencia que una vez perteneció al señor Horacio Peña Flores, ni tampoco tiene el derecho de tocar, extraer o utilizar algún inmueble, joyas, dinero o cualquier tipo de pertenencia tangible que se halle dentro de esa casa. Todo pasará a dominio del gobierno y será enviado a un proceso que determinará el destino u ocupación de los bienes. ¿Quedó claro?

Ella asintió.

—Se levanta la sesión.

Rachel lloraba, lloraba por todo, y cuando por fin le quitaron las esposas, libremente corrió a los únicos brazos que deseaba y había buscado con desesperación desde el primer día que ingresó a detención preventiva.

—¡Gracias, gracias por todo, Ester! —la mujer lloraba a gritos.

—No tienes nada qué agradecerme, querida —la tomó de las mejillas—. Eres libre, ya no hay nada que te provoque miedo. Vive Raquel, vive.

Su abogada se acercó.

—Lamento no haber podido hacer más. Intenté de todas las maneras, pero el que te despojaran de los bienes de Horacio era inevitable. Por herencia te correspondía quedarte con todo, pero lamentablemente, tu madre firmó el papel en donde le cedió todo a él.

—Ella no lo sabía.

—La engañaron, Raquel. Le mintió de la misma manera en la que lo hizo contigo.

—Ya no importa nada de eso —Ester se metió—. Lo que importa es que ahora estás con nosotros, y tanto tú, como mis hijos y yo, tenemos un encargo pendiente.

Ella le sonrió, sabía a qué se refería.

Dejaron el amargo momento atrás, se despidieron de Sonia, y luego de que Raquel le diera una y mil veces las gracias, los Peralta pudieron volver a su destruido hogar. Raquel necesitaba ducharse, dormir y comer bien para que su cerebro estuviera fresco al momento de leer la tan aclamada libreta.

Cuando el sol le tocó el lado izquierdo de la mejilla, su levantar fue diferente, sabía que estaba en una casa en donde sería protegida, querida y recibida con la mejor de las intenciones.

—Buenos días —los saludó Ester al bajar a la mesa y encontrarse con cuatro jóvenes que miraban atentos a una inerte libreta negra.

—Te estábamos esperando, madre —confirmó Alonso.

Ester ocupó uno de los asientos vacíos, se acomodó con una taza de café en la mano y concentró toda su atención hacia Raquel.

—¿Cómo dormiste?

—Bastante bien, pero aún tengo muchas preguntas.

—Y nosotros planeamos responderte a todas, pero primero vamos a lo que tantas noches nos ha tenido en vela. Abre la libreta.

Los recuerdos se apoderaron de ella. Las hojas estaban amarillas, húmedas y en algunas partes había pequeñas manchas de suciedad que se acumularon con los años, no obstante toda la información seguía estando ahí, desde los dibujos hasta los detalles de su destino.

Deima se describía, no como una casa gigante habitada por millonarios excéntricos y de buen gusto, sino como la más sencilla casa que pudiera existir en los cuentos infantiles. José Hugo hablaba en ese escrito de ella como un lugar caluroso durante el verano pero a la misma vez helado por las fuertes corrientes de viento que azotaban la península yucateca. Barrancos espectaculares, rocas gigantes y un embravecido oleaje que derribaría a cualquier imponente barco que se atreviera a acercarse. Deima era pequeña comparada con la enorme riqueza que albergaba en sus entrañas. Cimientos y castillos fuertes, vidrios templados que no les permitían la vista a los intrusos. Allá por el punto en el que la arena se despide del mar y la tierra empieza a convertirse en oscuridad, donde la mesa de villar pide a gritos a un jugador y las puertas en el ropero escondidas están. Entre tantas líneas y restos de grafito se hallaba endeble la leyenda:

“Y pintó con basta delicadeza, entre la tiza blanca y unos dedos bien cuidados, un rostro sonriente que hablaría por ella durante millones de años”

“Deima es mi vida, ha acogido a mi esposa embarazada y cansada, a mi pequeña hija juguetona y a un hombre agotado de tantos años de duro sufrimiento. Deima mi vida, casa de mi corazón y arca de una salvación majestuosa. Me gusta verte en las mañanas, me gustaría quedarme en ti y vivir para siempre entre tus paredes, lamentablemente yo tengo una vida, vivo en la realidad y tú no me ayudas a ser Alicia”.

Y finalmente terminaba con:




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