La Reina

OCHO

Yucatán, México.

Se sintió el cambio de ambiente. El viento que acarreaban las costas de Yucatán era muy diferente a las de San Felipe. Su gente, sus turistas y su comida ahora revelaban la otra cultura de un país. Es verdad que la península de Yucatán era un centro turístico de alta economía, pero también guardaba secretos como los lugares alejados, las colonias y casas de bajo nivel social que de igual manera a lo lujoso, hacían felices a su gente.

Fueron dos días enteros de viaje y parte de la tarde para hallar el “Sumidero de las Arenas”, un área poblada de lugareños y pescadores que sustentaban sus vidas gracias al pescado y a las artesanías que vendían en las playas de turismo.

El lugar estaba ubicado literalmente sobre dos gigantescos cerros, en ellos se podía viajar en tranvía o en teleférico por unos cuantos pesos, y allá, hasta donde termina la línea poblacional, la arena se despide del mar y la tierra empieza a convertirse en oscuridad, se alcazaba a ver una pequeña e insignificante casa.

Constanza y Raquel parecieron dos niñas pequeñas corriendo y subiendo las escaleras de piedra que llevaban a la entrada principal. Si resultaba ser verdad que esa era Deima, en las paredes debía estar un rostro sonriente, porque: “Y pintó con basta delicadeza, entre la tiza blanca y unos dedos bien cuidados, un rostro sonriente que hablaría por ella durante millones de años”

No había una cara feliz dibujada con tiza blanca, sino más bien había un mural de una mujer indígena, hermosa, alegre, morena y con flores blancas en su largo cabello oscuro, o eso se alcanzaba a distinguir bajo cientos de líneas, rayones y palabras obscenas escritas con aerosol. Los vándalos habían hecho de las suyas. Como la casa llevaba años sin ser habitada o cuidada —recordemos que Horacio jamás supo de su existencia— era natural que todo en ella estuviera banalizado y roto.

—¿Esta es la casa que vale millones? —preguntó Alonso viéndola de arriba hacia abajo con un aire de burla.

—¿Qué pasó con ella?

—Es lógico. Si nadie ha visto por ella en años, los “bandidos” se la apropiaron —Ester le respondió.

Alonso bajó su mochila, rebuscó en ella y levantó un martillo que bien les serviría para defenderse.

—Espero que no haya nadie viviendo a dentro.

Raquel y Constanza volvieron a leer la libreta, y por más que buscaron una diferencia con la casa de la historia y de la realidad, no la había. Ese lugar en el que estaban correspondía exactamente al descrito en la vida de La Bandida.

Alonso no necesitó emplear ningún esfuerzo, puesto que la puerta estaba abierta, los vidrios estaban rotos y por dentro no había ni un solo mueble o arreglo. Solo rayones, rayones y vulgaridades por todos lados, el techo rompiéndose, el suelo sucio y arrancado de varias partes, y en las demás habitaciones ya ni siquiera puertas había.

—Terminaron con esta casa.

—Me sorprende que al gobierno nunca le interesó saber de quién era.

Y entonces, las líneas en la libreta volvieron a aclararle la mente a Raquel: “En donde la mesa de villar pide a gritos a un jugador y las puertas en el ropero escondidas están”.

—Villar. Las mesas de villar se encuentran normalmente en los sótanos.

—¡Ah, no! Yo no voy a bajar a ningún sótano. Quién sabe que pueda haber allá abajo. Qué tal si nos encontramos con un asesino.

—Deja de ser un cobarde, Alonso, y acompáñanos.

Los cuatro buscaron en todas las habitaciones esperando hallar las puertas a un sótano, sin embargo e irónicamente, la puerta se hallaba debajo de las escaleras que brindaban acceso a la planta alta.

Con ayuda de una linterna de mano y el acompañamiento de su familia, Alonso logró alumbrar hasta el interior de ellas, afortunadamente dentro existían varios tragaluces que provenían del piso superior y que estaban camuflados con un recubrimiento especial para que no se notara la diferencia exacta entre el piso y el techo.

Raquel lo intentó, esperaba que al entrar a Deima algo dentro de su cabeza se conectara y le devolviera todos los recuerdos que aparentemente había perdido, pero no fue así.

El final del sótano fue otra enorme decepción, puesto que ni la mesa de villar existía. Estaban los cimientos, las bases de que alguna vez estuvo allí, pero al parecer un “amante de lo ajeno” se la había llevado. Solo estaba un acabado closet de madera, una silla extremadamente vieja y un olor espantoso a orín.

—Ya estamos aquí, este es el sótano. ¿Alguien ve una fortuna? Porque yo no.

—Es imposible —Raquel volvió a las hojas de su libreta—. Papá describe que estaba aquí.

—En ese caso, preciosa, ya se lo llevaron.

—¡Cállate! Debe estar aquí.

Ester prefirió no decir nada.

—Yo… Sé que está aquí, en alguna parte, pero… —comenzó a llorar.

Constanza la abrazó en silencio. Todos esperaron a que el mal momento pasara para regresar a la capital y después a casa. No obstante, e increíblemente, un golpe de recuerdos, no de su familia, sino de la historia, le golpeó la cabeza.

—Las paredes.

—¿Qué tienen las paredes?

Raquel buscó con desesperación la página, y al encontrarla, comenzó a recitar:

—“Victoria sabía que debía resguardar toda esa fortuna con su vida. Encerró todo aquel tesoro en abundantes kilos de cemento. Cerró el único hueco que le daba acceso a su riqueza y la convirtió en una pared impenetrable. Cualquier ladrón que entrara y pudiera llegar al cuarto, jamás descubriría que detrás de esa pared falsa se encontraba la verdadera riqueza Damasco”.

»”Muchos años después, La bandida murió y nunca nadie pudo encontrar su tesoro. Cuenta la leyenda que solo alguien de corazón puro, valiente y fuerte podría volver a abrir la pared y poseer todos los millones que ahí se guardan”.

—El dinero está escondido dentro de alguna pared, aquí en el sótano.




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