La Reina

DIEZ

San Felipe, Guadalajara.

Quien no ha escuchado sus propios gritos en un sueño, no ha conocido la pequeña incisión entre la terrible pesadilla y la cruda realidad. Raquel se levantó a la mitad de la noche, afortunadamente sus gritos no fueron suficientes para despertar al resto de la familia, pero sí para quitarle el sueño a ella. Temerosa de volver a la cama y volverse a encontrar con el fantasma de una fantasía alegre en la que Horacio Peña era cariñoso y protector, la impulsó a buscar refugio en la ventana. Desde aquel punto, ella podía apreciar gran parte de la ciudad, sus calles, sus autos y su oscuridad. Hasta donde ella sabía, Horacio había quedado sepultado en un cementerio cercano, lamentablemente existían dos cosas que le anulaban la posibilidad de visitarlo: su miedo y su ambiguo conocimiento sobre su exacto paradero.

Rachel esperó a la mañana y cuando ya todos se habían levantado bajó al comedor —o al menos lo que quedaba de él—, ocupó un asiento entre Alonso y Constanza y miró de frente a Ester. Los dos días se cumplirían aquella mañana, y de ahí en adelante no quedaba más que esperar.

Al cuarto para las diez, alguien llamó a la puerta y demostró su felicidad al gritar el nombre de Constanza y Alonso.

—¡Desgraciado! Temí que estuvieras muerto —Constanza se abrazaba a él como al mejor de los amigos.

—Sí, sí, los reclamos para luego. ¿En dónde está el dinero?

—Cierra la boca, maldito pitufo —Ester le sonreía desde la puerta—. ¿Por qué apenas te apareces?

—Dije que los reclamos para después. Primero quiero ver mi dinero y luego… Oh bueno. Hola preciosa —Teo prontamente avistó la belleza innata de Raquel.

Por su parte, el gesto de agrado de ella cambió a uno de completa seriedad.

—No te preocupes, Rachel, no puede hacerte nada. Es gay.

—¡Hijo de puta, así no es divertido!

Y entonces los dos hombres se pusieron a reír.

—Te echamos mucho de menos, Teo. No te vuelvas a ir, o te reviento la nariz de un golpe.

—Y yo a ustedes, Conny.

»Ahora bien, ya pasó el saludo, los reclamos, y justo en este momento me encantaría saber tres cosas importantes: La primera, ¿quién es ella?

—Me llamo Raquel Arizmendi…

—Espera… Espera, espera, dijiste ¿Arizmendi? ¿Por qué el apellido me suena tan… tan…? Oh Dios no. ¿Eres algo del maldito tiburón Horacio Peña?

—Es su sobrina, Teo. Y no sigas haciendo más preguntas al respeto.

—¿Qué hace un Arizmendi en esta casa?

—Ella va a darte el dinero del que te hablé. Ella es una parte muy importante del trato.

El hombrecillo sonrió.

—En ese caso, bienvenida a los Peralta. Yo no soy familia de ellos, pero me tratan como si lo fuera. Mi nombre es Teodoro Jiménez, pero puedes llamarme Teo, o… TJ. Estoy a tus órdenes, preciosa.

—¿Puedes dejar de hablar tan rápido, por favor? —Raquel comenzaba a cansarse de su tono de voz.

—Eso dolió, pero mientras me des el dinero que a mí me toca, puedes lastimarme de todas las maneras que quieras.

»Segunda pregunta: ¿Qué demonios sucedió en este lugar? Parece como si un tornado les hubiera pasado en cima.

—Un auto bomba explotó muy cerca de aquí.

—Dios mío, ¿Cuántos heridos hubo? ¿Algún muerto?

—Lastimados. Afortunadamente las personas estaban lejos.

—Y la tercera pregunta: ¿En dónde está el viejo? ¿Por qué no ha salido a gritarme desde que llegué?

Y entonces el luto volvió a aparecer en los ojos de todos, incluidos en los de Raquel.

—Hice una pregunta… ¿En dónde… en dónde está Waldo?

—Ay Teo… Yo te dije que nos vinieras a visitar seguido. Ubaldo falleció hace meses.

—¿Qué…? ¿Por qué… por qué nadie me lo dijo? ¡Alonso! ¿Pudiste llamarme para un estúpido negocio, pero no para decirme que Waldo había muerto?

—No quería molestarte.

—¿Molestarme? ¡Yo lo quería como si fuera mi padre! —el chico se llevó las manos a la cara. Su rostro se puso rojo, pero por más que lo intentó, no apareció ni una sola lágrima en sus ojos— ¿Sufrió?

—No, Teo. Murió rápido —Constanza se aguantó sus propios recuerdos.

—Yo entiendo que te duele, pero de verdad necesitamos hablar contigo de algo muy importante.

—¿Sobre qué?

—Horacio Peña está muerto…

—¿Y a mí en qué me afecta lo de Horacio Peña? Waldo era como mi padre y ustedes lo sabían.

—Con la muerte de Horacio, hemos encontrado varios kilos de cocaína.

Teodoro volvió a la realidad, sin embargo ahora ya no había nada de burla en él, solo un desorden emocional espantoso.

—A ver, a ver, más despacio. ¿Dijeron cocaína?

—Sí, Teo, escuchaste bien. Tenemos cocaína.




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