Anna empezó a explicarme para qué servía cada clase, dónde debía ir y dónde no. Había un sitio específico al que me imploró que no fuera: al coto de caza. Según me había contado Anna, allí iban los hombres lobo en luna llena para poder cazar presas, tanto pequeñas como grandes. También me comentó que debía tener cuidado con las brujas y con las hadas, lo cual me sorprendió. Yo había sido criada por un hada y me parecían seres maravillosos, pero claro, debía tener en cuenta que no todas las hadas iban a ser como la tía Afora, y eso me asustó. Además me dijo que los elementales no eran muy queridos por las demás razas y que debíamos comer alejados de todos debido a una serie de sucesos pasados.
Me dio igual. Yo no me consideraba uno de ellos; me consideraban más parecido a los humanos, por lo que me fue indiferente lo que estaba diciendo. De todos modos, no tenían intención de interactuar con más seres. También me advirtió que tenía que tener cuidado con las pociones que daban las brujas, ya que de vez en cuando usaban conejillos de indias para probar y evaluar los efectos de sus pócimas. Eso sí que me preocupó un poco, la mera idea de pensar que una bruja podría usarme como su ratón de laboratorio. Ya podía imaginármelas: verdosas, con arrugas en la nariz, moviendo sus dedos huesudos y atrayendo a los más descerebrados para sus investigaciones.
—Bueno, sé que te he dado mucha información, pero espero que te hayas acordado de la mitad —bromeó, aunque debo admitir que ya no recordaba las clases que iba a impartir.
La mayoría de las clases las compartía con Anna. Aunque era más pequeña que yo, era considerada una de las mejores de la promoción y también un genio para los profesores. Sus notas eran las más altas de todo el internado.
—Intentaré acordarme... muchas gracias de nuevo, Anna —dije con una sonrisa amistosa.
—Sabes que estoy aquí para ayudarte... —hizo una pequeña pausa—. Cuando te vi, creí que... pensé que eras tu madre... pero sabía que eso no era posible. La reina Nilsa murió hace diecisiete años —vi que esbozó una sonrisa triste—. ¿Conocías a mi madre? —la duda se podía percibir en mi voz, eso, y la desesperación. Esa pregunta hizo que mi corazón diera un vuelco.
—No, no tuve la suerte de conocerla; cuando nací, ya estaba muerta... pero quien la recuerda con cariño es mi madre. Era una de las mejores amigas de Nilsa.
No me lo esperaba, no podía ser verdad, debía de ser mucha casualidad. Aunque no entendía por qué no me lo podía haber imaginado.
Ambas eran reinas, y seguramente habían coincidido alguna vez en esas reuniones a las que asistían los reyes de los distintos reinos para discutir los problemas de cada uno y pedir ayuda. Eso no lo sabía porque me lo hubieran contado, no; era más bien por las típicas películas de fantasía que la tía Afora me hacía ver. Ahora que sabía todo, comprendía ese afán por lo místico y lo mágico.
—¿Era una buena reina? —podría haberle hecho un millón de preguntas, pero esa fue la que salió de mi boca antes de que me diera cuenta de que la había formulado.
—La mejor —su sinceridad me dejó abrumada y una extraña sensación de presión se apoderó de mí.
¿Cómo iba a ser yo reina? ¿Cómo iba a gobernar un reino si no sé gobernar mi vida? Eran preguntas que invadían mi mente. Sabía que yo no era digna de ser reina, eso, y que no me veía preparada para hacer un sacrificio tan grande.
Dejar mi vida en Canadá e intentar gobernar un reino que desconocía, en un mundo donde no había normas, simplemente maldad, hacía que un escalofrío se apoderara de mí. Tenía la opción de no ser reina; nadie me podía obligar y mucho menos exigir que ocupe un puesto que desconozco.
Ese pensamiento me incitó a buscar cuanto antes el portal que me llevaría de nuevo a mi mundo. No pertenecía a este y solo bastaba ver cómo la gente me miraba. Ellos también pensaban que no pertenecía a este lugar.
—¿Estás bien? —noté la mano pequeña de Anna sobre mi hombro, lo que me hizo girar en su dirección con una sonrisa que no me llegaba a los ojos.
—Sí —mentí con descaro.
No me gustaba mentir. Desde pequeña, me habían enseñado que mentir no solucionaba nada, sino que empeoraba la situación. No recuerdo ni una sola vez que haya mentido; mi tía Afora me conocía tan bien que enseguida captaba cuando había algo extraño en mí, cuando me ponía nerviosa. Solo me observaba e inmediatamente sabía que algo no iba bien.
Ahora me río con amargura al saber que mi tía me había ocultado la verdad durante años respecto a mi verdadero ser. No la culpaba de nada; comprendía la situación que la había llevado a mentirme.
Pero aún así, no podía evitar darme cuenta de la hipocresía de la situación. No creía que fuera fácil decirle a una niña pequeña que era un elemental de la tierra y mucho menos que su madre había muerto por culpa de los celos de un dios. En ningún momento la podía culpar de eso. Ella había hecho lo mejor posible.
Ella me había proporcionado una infancia y adolescencia que muchos envidiarían, pero no podía evitar sentir esa punzada de dolor al saber que toda mi vida había sido solo una ilusión, algo irreal. Por mi seguridad, me habían ocultado demasiada información, quizás para mi bien, pero seguía siendo una mentira. Una mentira que había aceptado con inocencia porque nunca había reflexionado sobre ciertos aspectos que no encajaban con lo normal, o quizás porque lo había normalizado al vivir con ello.