Iba caminando junto a mi tía y Anna por los verdes jardines del internado. Debo admitir que aún me costaba un poco respirar; el dolor había cesado, sí, pero seguía teniendo pequeñas punzadas que me recordaban aquellos minutos en los que quise morir.
Mi tía Afora estaba demasiado pendiente de mí. Había exigido al director y al consejo que le permitieran quedarse en nuestra habitación hasta que estuviera completamente recuperada. Si no fuera porque mi tía tenía cosas que hacer, hubiera fingido no estar recuperada solo para que se quedara conmigo y no me sintiera sola.
Anna era una buena chica, pero al fin de cuentas, no era alguien en quien tuviera plena confianza, a pesar de que estuvo conmigo en todo el proceso de recuperación y no se movió ni un solo centímetro de mi lado. Para mi sorpresa, no me había agobiado. Eso hacía que tuviera ciertas ventajas; al final, cuando me veían con ella, no intentaban hacerme nada, o eso aparentaban.
Este mundo, el mundo de Cagmel, estaba lleno de maldad. Solo había estado aquí unos días, pero el ambiente estaba cargado de negatividad, venganza y ansias asesinas. Incluso podía notar algunos instintos sádicos que irradiaban algunos de los seres que estaban a nuestro alrededor.
Para ellos, yo era una presa, alguien con quien podían divertirse, jugar, hacer que enloqueciera. Nadie sabía que yo tenía una parte de ellos, que era parte del mundo de Cagmel, aunque me negaba a aceptar algo así.
Los directores y demás estaban investigando quién me había llevado hasta aquí, obviando, claro está, que supuestamente habían cometido un delito que llevaba a la muerte: haber tocado a un elemental, a alguien de la realeza. Eso sí que lo disfrutaría, disfrutaría viendo cómo todos caían por insensatos.
Aun pensándolo, se me hacía extremadamente raro verme como alguien de la realeza. Lo máximo que había tenido de eso fue un castillo que me construyó mi tía; uno pequeño de madera, pero que tenía muchos detalles. Incluso se tomó la molestia de crearme muñecos para jugar en él. No era nadie de la realeza y nunca lo sería, por mucha sangre "azul" que recorriera mis venas. ¿Se dirá así a la gente de la nobleza?
—Asia —la voz de mi tía me sacó de mis pensamientos e incluso Anna dejó de mirar algo y se centró en ella.
—Dime, tita —la miré a los ojos. Era un código que teníamos. Debíamos siempre mirarnos a los ojos para que la persona que estaba hablando se sintiera escuchada.
—¿Cuándo sale esa voz? Ya sabes, la que me contaste en la camilla —parecía que la pregunta no le gustaba, pero por su forma de decirlo, veía una necesidad imperiosa de saberlo.
Lo medité, pensé en las ocasiones en las que aquella voz molesta aparecía. No eran muchas; aparecía en momentos precisos, como si esa cosa supiera cuándo intervenir, como si fuera alguien más y no, quizás, el fruto de mi imaginación por todo lo que había supuesto al descubrir parte de la verdad. Aún me quedaban muchas cosas por descubrir, demasiadas incógnitas, pero a pesar de que la duda estaba ahí, en mi mente, no quería saberlas, prefería vivir en la ignorancia.
—Sale en casos muy específicos, cuando estoy en peligro o cuando me van a atacar —dije suspirando. Ella pensó por un momento, y de nuevo otra pregunta surgió de su boca.
—¿Cuándo fue la primera vez que la oíste?
Esa pregunta sí que no sabía responderla. No sabía si la había escuchado en otras ocasiones, pero claro, si así fuera, me habría dado cuenta antes de esa voz, ¿no? A menos que mi mente hubiera bloqueado un recuerdo que no quería que apareciera.
—La primera vez fue cuando estuve en la discoteca Delirium con Melany... bueno, ya sabes lo que pasó.
Ella asintió, pero sabía que quería saber más, quería saber mucho más. No le podía contestar porque, incluso yo, que convivía con esa voz en mi cabeza, desconocía quién era, y no podía mentirle a mi tía, no a ella. Siempre habíamos tenido una relación sincera, hasta que me enteré del gran secreto que, por años, había guardado mi tía. A pesar de cierta desconfianza, no podía mentirle.
—Comprendo, de acuerdo... Asia... te voy a pedir un favor —dijo en voz baja. No quería que nadie nos escuchara, aunque Anna estaba pendiente de todo lo que estábamos hablando. Agradecía que hiciera como si no estuviera escuchando nada.
—Dime —dije cogiéndole de la mano. Sabía que era algo que le relajaba.
—Cuando salga, por favor, pregúntale cómo se llama, solo eso, y cuando lo sepas, dímelo. —Asentí. Esperaba no escucharla nunca más, no es que me dijera precisamente cosas buenas; esa voz tenía tendencia a bajarme la autoestima.
Nos adentramos en el gran centro, las miradas ya estaban puestas en nosotras, o más bien, en mi tía Afora. Tenía la cabeza alzada como si estuviera acostumbrada a ser el centro de atención de la sala. Entonces caí en cuenta, sí. Ella estaba acostumbrada a esas situaciones. Al final, ella estuvo con mi madre toda su vida, y seguramente se había enfrentado a situaciones sociales incómodas o peores que las que estábamos viviendo ahora.
Me costaba pensar que tenía una madre que era una reina y que se casó con un humano, el mejor guerrero de Cagmel. Los seres confiaban ciegamente en él. Mi tía me contó que no se encontró el cuerpo de mi padre. Las suposiciones ante su desaparición fueron que los lobos se lo comieron y ya está. No hicieron ninguna investigación; tampoco es que les importara mucho. Al final, a pesar de sus hazañas, seguía siendo un humano, un gusano para ellos que no merecía vivir.