Aston me miró, esperando la dichosa explicación. Intenté ordenar mis ideas, organizar la información que quería decir y la que no. Parecía sencillo, pero la realidad era muy distinta a mis planes. ¿Cómo le decía a un desconocido que mi abuelo, el que supuestamente estaba muerto, estaba dentro de mí? Ni siquiera yo podía creerlo. Aún seguía en estado de shock; me costaba decir las cosas, estaba asimilando lo que me había pasado. Joder, estaba viviendo con el destructor de Cagmel, el cual estaba dentro de mí.
Ni en mis peores pesadillas e imaginaciones podía pensar siquiera eso. ¿Cómo le decía que era el elemento de la tierra? ¿Cómo decía que no quería este poder, que quería irme? Solo causaría más problemas y, dadas las circunstancias, si alguien se enteraba de lo que tenía dentro, posiblemente me perseguirían hasta los confines del mundo para acabar conmigo.
Ya estaba en el punto de mira. Era la presa de todos los seres de este asqueroso y repulsivo mundo. Todos habían asumido que era mitad humana y mitad hada. Nadie podía imaginar que podía llegar a ser el elemento de la tierra. Nadie creería que era la próxima reina de Astra. Bueno, reina, una reina sin castillo y sin reino, al fin de cuentas. Era la reina de la nada.
—Me lo vas a explicar por las buenas o quieres que pida ayuda al director.
—¿Por qué quieres saberlo? —pregunté a la defensiva.
No entendía el afán de este chico por decirle al dichoso director que había ido a las supuestas tierras prohibidas. No comprendía por qué quería delatarme como si hubiera cometido el peor de los delitos. Solo quería descubrir algo, algo que me indicara quién era o algo que me dijera cómo salir de aquí.
Pero no había descubierto nada, ni siquiera había investigado, no me había dado tiempo a rebuscar en el lugar. La presencia de Holden había desbaratado todo lo que tenía pensado. Él y el tal Aston me caían cada vez peor.
—Simple curiosidad.
—La curiosidad mató al gato... bueno, en este caso al perro —dije mirándole de manera desafiante, como si creyera que así intimidaría a un hombre lobo. En fin, no es que tuviera muchos recursos en estos momentos.
—¿Eso es una amenaza, preciosa? —preguntó con la ceja alzada, a escasos centímetros de mí. —No, no amenazo, me parece una pérdida de tiempo. Prefiero actuar —esbocé una sonrisa malvada, falsa, por supuesto.
En esos momentos temblaba de miedo, pero me negaba a darle el gusto de que supiera que su presencia me afectaba de manera negativa.
—No considero que sea digno de una reina hablar de ese modo —dijo, enseñándome los dientes; eso me cabreó muchísimo. —Y yo no creo que sea digno de un subordinado desobedecer a su superior —dije del mismo modo, como si eso causara un efecto en él.
Pero nada. Vi que esbozó aún más su sonrisa, como si eso le estuviera causando diversión. Nunca había entendido a la gente que le gustaba que le desafiara; a mí me enfurecía, y mucho. Siempre me había considerado libre de hacer lo que quisiera; nunca había tenido que desafiar a nadie para conseguir lo que quería.
Todo lo que me había propuesto lo había conseguido yo misma, sin necesidad de amenazas, sin necesidad de advertencias. Pero, dado cómo funcionaba este mundo, las amenazas eran la mejor manera de evitar que me menospreciaran, de que no me vieran como la débil humana que suponían que era.
No me gustaba esta dinámica, pero mi tía me había enseñado a adaptarme a todas las circunstancias que se me pudieran presentar a lo largo de mi vida; bueno, a todas no, porque no me enseñó a adaptarme a un mundo mágico, donde yo tenía al destructor de un reino tan grande como Nilsa dentro de mí.
—¿Subordinado? —se rió, como si él supiera algo que yo no sabía, lo cual me hizo ponerme roja. La furia acechaba dentro de mí.
No lo soportaba, de verdad, me parecía un prepotente insoportable. Quería irme, alejarme de él, encerrarme en mi cuarto, poner candados y no volver a mirar un espejo en mi vida. Desde que lo vi en el espejo, había desarrollado cierto temor hacia ellos y no tenía intención de mirarme en uno.
—Sí, subordinado, así que cállate si no quieres que te muerda en un lugar donde te va a doler mucho —dijo Zorelix en un gruñido, recostado en mis rodillas.
—Dile a tu rata que se calle y dime qué pensabas hacer allí.
Fue un impulso, lo juro. Con cuidado, dejé a Zorelix en el suelo, dándole un pequeño beso en la cabeza y, mirando con odio a Aston, levanté la mano. Noté cómo mi palma impactaba contra la mejilla del lobo, haciendo reír a Zorelix.
—¡Muy bien, Asia, así se educa a los perros como él! ¡Rata será tu madre! Intento de alfa —la ira era evidente en los ojos de Aston. Vi cómo se iba a aproximar hacia Zorelix, pero este no se quedó quieto.
Se levantó del suelo, su pelaje empezó a brillar y su forma cambió; se transformó en humana. Impactada, me pegué al árbol, impresionada por lo que estaba viendo.
Delante de mí, había un chico de dieciocho años. Sus ojos felinos eran de un azul eléctrico, su piel era blanca y su cabello era una mezcla entre blanco y negro. En su cabeza tenía dos pequeñas orejas. Por detrás, divisé sus cuatro colas. Eran grandes y se movían con ferocidad. Se podía sentir el deseo que tenía Zorelix por acabar con Aston.
Era alto, muy alto. Poseía una túnica de color blanco y rojo, con zapatillas y lo que identifiqué como calcetines. Su cabello era largo, le llegaba hasta las pantorrillas y lo hacía ver feroz, imponente, pero seguía siendo mi pequeño zorro.