La reina de la tierra-Primer libro- (editado) 2ª vez

Capítulo 29

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Esquivé las ramas que se aproximaban hacia mí, saltando con cierta dificultad. Sentía mi respiración agitada, y el sudor cubría mi frente. Los árboles iban de un lado a otro, atacándome sin piedad. Todo esto había comenzado desde lo ocurrido en el salón hace tres días. Desde entonces, todas las mañanas me dirigía al bosque para entrenar. Fue una decisión que tomé por mi cuenta, impulsada por el deseo de no ser una carga para los demás. Esa determinación me dio la fuerza para empezar.

Zorelix era bastante estricto. Era él quien controlaba las ramas, haciendo que me atacaran. Me había dicho que no debía usar mis poderes para detenerlas, algo que acepté, ya que no sabía cómo emplearlos para controlar a los árboles o las sacudidas que me hacían tambalear. Zorelix descansaba en una de las ramas de un árbol, acostado. Esa imagen me recordó a un gato, y solté una risa, provocando que los movimientos de los árboles se intensificaran.

Zorelix era muy orgulloso; seguramente, el hecho de que me hubiera reído de él había herido su frágil ego, desatando su ira contra mí. Salté justo cuando una de las ramas intentó atrapar mi pie. Tuve que echar el cuerpo hacia atrás mientras otro ataque venía por detrás.

El sol parecía asfixiante, o tal vez era solo mi impresión, ya que llevaba mucho tiempo sin sentir su calor. Desde que me contaron lo del dios Helios, había desarrollado cierto temor a esa energía que los humanos necesitaban para vivir. Era irónico, ya que de niña siempre había amado el calor del sol. Me encantaba sentarme en el porche de mi casa y cerrar los ojos mientras los rayos me bañaban. Pero ahora, conociendo la historia detrás, me daba miedo. Desde que escuché aquella voz extraña, mi paranoia había alcanzado niveles extremos.

Miraba a todos lados y no quería comer nada que no viniera de personas de confianza. Intentaba pasar desapercibida, pero fue un fracaso; estos seres podían encontrarme con facilidad y jugarme alguna que otra mala pasada. Todo esto me hizo darme cuenta de que no podía seguir así, que debía tomar las riendas de la situación.

Decidí que debía aprender a defenderme, sobre todo después de ver a Aston en ese estado y escuchar la voz en mi cabeza. Eso me dio el impulso necesario para actuar. Si esa criatura había podido con un alfa, no quería ni imaginar lo que podría hacerme a mí.

Observé a Zorelix, quien me miraba con determinación. Sus ojos azules indicaban que tenía algún plan en mente. Esa mirada hizo que todos mis sentidos se enfocaran en la inmensa zona que nos rodeaba, aunque muchos de sus rincones escapaban a mi control.

Holden me había explicado que los Elementales de la Tierra tenían una conexión profunda con su entorno. Para ellos, no existían puntos ciegos, ya que la naturaleza enviaba pequeñas señales para alertar del peligro.

"—Gaia, ve a la izquierda, luego tírate al suelo, rueda y ponte de rodillas. Después, coloca las manos en el suelo y levántalo... ¡de prisa!"

Seguí sus indicaciones. Corrí hacia la izquierda, esquivando una rama. Otra vino desde arriba y me tiré al suelo, evitándola por los pelos. Rodé y me puse de rodillas, colocando las manos en la tierra. Sentí una energía extraña que me envolvía, cálida y poderosa. Mis palmas cosquilleaban, y antes de darme cuenta, un muro de tierra se alzó, deteniendo la rama que venía hacia mí. Me quedé paralizada por un momento. ¿Acaso había hecho eso yo? Sonreí, emocionada.

Zorelix saltaba sobre la rama, tan emocionado como yo. Escuché la risa de Holden en mi cabeza, seguido de sus palabras:

"—Muy bien, humana. Es solo el primer paso, pero pronto estarás haciendo cosas mucho más grandes."

Sus palabras me llenaron de orgullo. Aún no aceptaba del todo mis poderes, pero al menos sabía que podía defenderme si fuera necesario, aunque me quedaba mucho por aprender.

Me levanté y miré a Zorelix. Bajó de la rama y se transformó en su forma humana. No solía hacerlo; me había dicho en su momento que detestaba esa parte de sí mismo.

"—Vale, Asia, ha sido genial, pero aún te falta un poco. Sé que ahora mismo estarás emocionada por la energía que sientes dentro, pero debemos ir con calma. No podemos exponer más tus poderes; son inestables y podrías causar muchos problemas" dijo Zorelix.

Asentí. Tenía razón.

Sacó un sable, y el nerviosismo me invadió mientras observaba la afilada hoja que sostenía en sus manos. Imponía respeto ver ese objeto, capaz de quitar o salvar una vida, aunque en mi caso, era más probable lo primero. En manos inexpertas, debía ser peligroso.

—¿Qué es eso? —pregunté, analizando el arma.

—Un sable —respondió, poniendo los ojos en blanco.

—Ya sé que es un sable, pero, ¿por qué lo has sacado?

—Vamos a entrenar con armas —dijo, encogiéndose de hombros—. Tu padre era bueno con las armas; tal vez heredaste esa habilidad —me animó. Lo dudaba, aunque agradecí que me ayudara de esa manera.

Zorelix sacó otro sable y me lo lanzó. Dudé por un instante, pero un impulso hizo que alzara la mano y, antes de darme cuenta, el frío mango del arma estaba en mis manos. Lo había atrapado al vuelo, lo que aumentó mi orgullo. Zorelix comenzó a mover su sable con maestría.

Hipnotizada, seguí cada movimiento hasta que se colocó en posición de ataque. Lo supe porque los demás solían adoptar la misma postura cuando entrenaban con armas: piernas separadas, el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante y el arma sujeta con firmeza. Repetí esas instrucciones mentalmente.




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