Desde que era pequeña, siempre había tenido una gran empatía por las personas que me rodeaban. Recuerdo que, cuando un niño se caía, me apresuraba a ayudarlo. Mi tía siempre me había felicitado por esa faceta, pero siempre me decía que debía ser un poco más dura, y que había gente que podía llegar a ser cruel y aprovecharse de las personas con buen corazón.
Yo no lo entendía, no comprendía por qué me debía comportar como los demás si yo era de una manera, pero, con el tiempo, como siempre, mi tía tenía razón. Había aguantado muchas veces las burlas crueles de los niños porque sí, los niños podían ser crueles. El tema de diversión de ellos era que yo no tenía padres y que vivía con mi tía.
Muchas veces me ponía a imaginar qué pasaría si ellos hubieran vivido lo mismo que yo; seguramente no se hubieran burlado de esos temas tan delicados. Cuando se lo comentaba a mi tía, ella siempre me sonreía y me decía: "Que nadie apague el brillo tan especial que tienes, porque tú brillas más que todos los demás, por el gran corazón que tienes". Siempre me he grabado esa frase a fuego. Era como una especie de mantra que me recordaba cuando sentía que me querían hacer daño. Por eso, mirando al hombre-tigre que tenía delante, alcé la cabeza.
Quizás no era el mejor gesto en estos momentos, porque al fin de cuentas, ese gesto era bastante utilizado por los reyes que continuamente veía a los demás como si fueran inferiores a ellos, pero él me quería matar, así que lo justo era que yo le mirase de ese modo, eso sí, sin quitar mi sonrisa de oreja a oreja.
—¿Y tú te lo has creído?—pregunté con una ceja alzada y una sonrisa de lado.
El hombre-tigre me miró un poco aturdido, como si le costara asimilar la pregunta que le acababa de hacer. Yo no me creía que el dios Helios cumpliera su promesa, no, simplemente quería a más seres para que fueran sus peones y él no tuviera que mancharse las manos. Todos caemos en la desesperación cuando la necesidad nos abruma, y el había aprovechado la necesidad desesperada de ese pobre tigre para usarlo.
—¿Por qué me iba a mentir?—preguntó a la defensiva.
Había muchas razones para que lo hubiera mentido, pero no quería decírselas y menos en el estado en que se encontraba. En mi mente, después de conocer un poco a los dioses (aunque solo fueran dos), algo me decía que el trato tenía truco, ¿cuál? En esos momentos no lo sabía, pero estaba dispuesta a investigarlo. Acercándome a él y colocándome a su altura, hice algo que no se esperaba; Empecé a quitarle la flecha que tenía clavada. Todos mis amigos miraban mis movimientos con cierta curiosidad, como si no creyesen lo que estaba haciendo.
Nadie merecía estar de ese modo, como un animal herido, siendo acorralado por los cazadores, no, y menos por los motivos que lo habían impulsado a hacer esta locura. Él podía haber muerto, y lo sabía. Quizás si no lo hubiéramos dejado hablar, habríamos acabado con su vida, pero tuvo la suerte de que no fue así. Ninguno de los presentes éramos asesinos y no nos aprovechábamos de la gente indefensa, y lo sé, porque Acua habría acabado con él en un instante o incluso Yulen o Aston, pero no lo habían hecho; simplemente se habían dedicado a intimidarlo, cosa que no creía que fuera una buena idea.
—Ahora no te lo puedo decir, pero necesitas que te vea un médico, un druida para las heridas que tienes en el vientre —dije con una sonrisa. No dijo nada, se quedó mirándome como si hubiera visto un espectro.
Sinceramente, me estaba costando horrores ser cordial con él, pero la parte que tenía de humana me decía que había sido movido por la desesperación de poder tener de nuevo a su manada.
—No quiero que me vea un médico, prefiero morir —dijo entre dientes—. Te crees que eres muy valiente por decir esas palabras, pero en realidad, eres un cobarde —dije seria.
Vi la ira en sus ojos. Había tocado una parte sensible, lo sabía, pero era la verdad.
Las personas que preferían morir a enfrentarse a las consecuencias, para mí, eran cobardes, pero, claro, ¿quién era yo para decir nada? Simplemente, alguien extraño que no conocía del todo este mundo y que estaba jugando a ser reina cuando en realidad no tenía pinta de serlo.
—¿Me estás llamando cobarde? ¿A mí? —se iba a lanzar hacia mí, pero no le dio tiempo. Del suelo, dos raíces lo ataron de pies y manos.
Fue algo que yo no mandé; quizás la tierra, al ver que estaba en peligro, había actuado por sí sola. Mis compañeros no habían intervenido, quizás porque querían que me enfrentara yo sola a esto; al fin de cuentas, tarde o temprano, iba a ser reina y no me iban a salvar todo el rato.
—Sí, cobarde porque no te das cuenta de las cosas. Sé sincero, ¿te crees que Helios iba a ayudarte a reconstruir tu manada? ¿Un ser cuya ira es por una absurda obsesión enfermiza por mi madre? —le dije remarcando cada palabra que salía de mi boca.
Él me miró de nuevo. Las raíces, al ver que ya no estaba en peligro, poco a poco se soltaron de las extremidades del hombre-tigre. Suspirando, me levanté; había tentado demasiado a la suerte. Me coloqué al lado de Fire, la cual me miraba con una gran sonrisa. Era el único apoyo en esos momentos que tenía; los demás me miraban como si me hubiera salido una segunda cabeza.
Aun así, seguí hablando; quería que comprendiera la verdad, que no se dejara llevar por falsas ilusiones que el dios Helios le había provocado. Nadie merecía que le dijeran una cosa para tenerlo en su palma de la mano y hacer lo que les diera la gana.