La reina de la tierra-Primer libro- (editado) 2ª vez

Capítulo 62 (EDITADO)

El sitio era un recordatorio del poder del dios. En el trono en el que estaba sentado, era de un oro color blanco. En la parte de arriba, se podía ver su símbolo grabado en relieves; podía asegurar que parecía que iba a salir de un momento a otro. La mujer que nos estaba mirando, es decir, Selene, la diosa de la luna, nos miraba con cautela, como si no entendiera qué estábamos haciendo allí. Eso me dio a entender que el dios no le había comentado nada de sus planes a la que supuse que era su hermana mayor.

Con una elegancia casi hipnótica, Selene se sentó en el diván de color negro y cruzó sus piernas, haciendo que su peplo se abriera y dejara al descubierto sus kilométricas piernas. La mujer era endiabladamente hermosa. Tenía el cabello rizado y de un hermoso color castaño; sus ojos, grises como la luna, le daban un aspecto casi celestial. Su cuerpo era atlético y, como su hermano, más o menos debía medir dos metros.

En su cabello se podía divisar una tiara con una luna, y su piel blanquecina se veía contrastada con el hermoso traje de color azulado que envolvía su cuerpo. Cuando los ojos de la mujer se posaron en mí, los aparté de inmediato; algo me decía que era mejor no mirar demasiado tiempo a los dioses, aunque la belleza de estos seres te dejara extasiado y con ganas de más.

Enseguida la puerta se abrió. Dos mujeres aparecieron en la sala, el gruñido de Helios me dio a entender que eran sus hermanas. Girándome de manera disimulada, vi que las mujeres, que al igual que sus hermanos, poseían una belleza casi magnética. La de la derecha tenía el cabello rubio como Helios, y sus ojos bicolores eran una mezcla entre gris y amarillo. Su cabello estaba trenzado y su cuerpo estaba ataviado con el mismo traje que su hermana.

La diferencia es que este era de un rosa bastante chillón. La otra poseía otra clase de belleza; si bien es cierto que era hermosa, era la que menos llamativa iba. Su cabello de color marrón claro y sus ojos de un intenso color naranja nos miraban con cierta curiosidad. Su piel, al igual que la de sus hermanos, era de un hermoso color blanco que le hacía verse perfecta. Su peplo era de color grisáceo.

 —¿Qué hacéis aquí? —bramó Helios—. Es nuestra casa, ¿qué vamos a hacer aquí? —se cruzó de brazos la del cabello rubio con una ceja alzada.

 De inmediato, las dos chicas se percataron de nuestra presencia y vi cómo abrían los ojos de par en par.

—¡¿Qué hacen aquí: un elemental, un hombre-tigre, un lobo y un humano?! —bramó la rubia apretando los puños con fuerza.

—Son mis invitados —dijo Helios, reclinándose un poco más en su trono—. Relájate, Iris, enseguida terminaré con ellos. Quería hacer un trato con ella —me señaló con la cabeza.

—¿Quién es ella? —preguntó Eos, la diosa del amanecer.

—Asia... más conocida como Gaia... la reina de Astra —dijo con una sonrisa burlona.

En esos momentos, que él dijera mi título me asqueaba sobremanera. No me gustaba. En sus labios era como un insulto, un recordatorio de lo que le había hecho a mi madre y a mi abuelo. Lo odiaba, no me podía imaginar odiando a alguien de esa manera. Lo detestaba, detestaba su presencia, detestaba su rostro y detestaba el sol; sí, así me sentía yo delante de él. Tuvo que notarlo porque mi asco era evidente.

—¿Gaia? —preguntó Iris, curiosa—. ¿Por qué me suena ese nombre? —preguntó la diosa del arcoíris con evidente duda.

—Helios, ¿es la hija de aquella pobre mujer con la que te obsesionaste? —vi la ira en los ojos grisáceos de Selene, como si no le gustara que su hermano actuara de esa forma.

Por primera vez vi que Helios apartó la cabeza. Vaya, vaya, al parecer el gran dios del sol le tiene respeto a su hermana mayor.

—¡Yo no la maté! ¡Te recuerdo que fueron sus queridos sirvientes! —afirmó él.

Su hermana se aproximó hasta él. Me puse tensa y más cuando alzó la mano y le dio un tortazo en el rostro. Contuve la respiración. Temí por la vida de aquella mujer, sí, era una diosa, si era su hermana, pero Helios no tenía escrúpulos. Pero me llevé una sorpresa cuando él solo la miró de manera desafiante.

 Chasqueando los dedos, sentí que me movía. Todo se volvía oscuro, una oscuridad abrumadora y agobiante. Sentí que me iba a quedar allí encerrada y temí que así fuera. Pero de la nada, una luz hizo acto de presencia y me di cuenta de que estaba en otra sala. Estaba sola; mis amigos y mi padre estaban al otro lado. Nerviosa, miré todo a mi alrededor, pero no me paré a detallar el majestuoso sitio, mis ojos solo tenían ojos para él.

—Lo siento, querida. Mis hermanas suelen ser bastante pesadas. Las adoro, pero es cierto que no nos van a dejar hablar tranquilamente —se giró hacia una larga mesa de color roja, donde había todo tipo de bebidas.

—¿Quieres vino, hermosa? —preguntó con una sonrisa. Le fulminé con la mirada.

—Antes muerta —sentencié.

Él se llevó la mano al pecho, fingiendo que mis palabras le habían dolido. Asqueroso, lo detestaba, y cada segundo que pasaba con él lo detestaba aún más.

—Vaya, al parecer las mujeres de tu familia tienen una especie de problema con mis obsequios, ¿qué os he hecho yo? —dijo con falso dramatismo.

—Mataste a mi madre... —las palabras me dolían y mis manos formaron un puño. Estaba cabreada.




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