Oí el sonido de alguien gritando en mis aposentos. Rápidamente, cogí el arma que tenía debajo de la almohada, esa que me decía mi madre que guardara. Nerviosa, con mi pijama y mis pies descalzos, salí de mi cuarto, pero antes de poder seguir el camino vi a todos los sirvientes corriendo de un lado a otro. Los guardias se apresuraban a ir al cuarto donde estaban mis padres. Nerviosa, solté el cuchillo que descansaba en mi mano y me apresuré a ir donde estaba el barullo. Enseguida localicé que se trataba de la habitación de mis padres. Cuando me percaté de que varios guardias estaban en la puerta y que sirvientes y doncellas se dedicaban a llorar, me puse nerviosa, empecé a pensar lo peor. Un miedo bestial se apoderó de mí; era como si en esos momentos todo se paralizara por unos segundos, unos segundos que para mí fueron eternos. No pude evitar adentrarme entre la multitud. Los siervos, al verme, enseguida quisieron cogerme, pero les lancé una mirada como diciendo que de allí no me iba hasta descubrir qué pasaba. Los presentes empezaron a susurrar cosas y otros a sollozar. Tragando saliva ruidosamente, me adentré en el cuarto, y lo que vi hizo que un grito desgarrador se apoderara de mí al ver a los cuerpos de mis padres inertes y fríos.
Ellos ya no estaban.
Ellos me habían dejado sola.
Ellos se habían ido a un sitio que no podía alcanzar.
Y de golpe, a pesar de que esa imagen estaba fresca en mi memoria, a pesar de que todo estaba siendo reciente, cuando me di cuenta, me vi delante de una gran multitud que se agrupaba en la sala de tronos. Pude ver cómo doncellas y siervos empezaban a aplaudir emocionados, más aún cuando mi consejero Kio me colocó la corona en la cabeza.
—Inclinaros ante la reina de Yunto —todos se inclinaron ante mí, y fue la peor sensación del mundo.
Porque ahora debía liderar un reino.
Porque ahora, con diez años, era la reina de mi reino.
Porque, con diez años, había perdido todo: mi familia y mi libertad.