"Un reino helado es como un corazón herido, puede permanecer congelado en su dolor, o estallar en llamas por la rabia acumulada."-Acua
a verdad es que no supe en qué momento accedí a ir a Fubuki. Era el peor sitio, con diferencia, al que había ido, y no por sus habitantes, sino por sus temperaturas... Eran surrealistas. El frío te abrazaba con tanta fuerza que lograba que todo el cuerpo te doliese. "La tierra de la nada", lo llamaban.
A través de mi carruaje pude apreciar a los grandes golems que andaban con parsimonia por sus calles, emitiendo gruñidos que resonaban con tanta fuerza que hacían temblar la tierra. También podía ver a las ninfas que iban saltando de un lado a otro, algunas bailando, otras riendo. Sin duda, los seres de este sitio, aunque escasos, eran felices.
Pude ver cómo mi leal consejero, que estaba a mi lado, observaba unos pergaminos con sumo cuidado. Le había dicho que debía verlos primero, pero se había negado, asegurando que en estos momentos no estaba en condiciones de ser reina, que la desaparición de Asia y Anna me había dejado un poco desequilibrada. No me gustaba que me mandase, pero sentía gran respeto y cariño por aquel hombre que, con tanto esmero y cuidado, me había criado en la ausencia de mis padres. Era al único a quien no le alzaba la voz, el único que lograba que agachase la cabeza cuando me daba alguna reprimenda.
En mis recuerdos, por escasos que fueran, siempre estaba él. Me acuerdo de la primera vez que me dijeron que iba a ser mi consejero. Sentí miedo, sentí esa sensación de estar perdida. Mientras tanto, él simplemente se mantuvo en su papel, se inclinó y me dijo:
—Mi reina, estoy a su servicio para lo que desee.
Yo, en esos momentos, no quería que nadie estuviera a mi servicio. Acababa de perder a mis padres. Lo único que quería era llorar, ser abrazada por alguien, escuchar una voz conciliadora que me dijera: No pasa nada, todo va a salir bien. Pero nadie tuvo el corazón para hacer eso. Simplemente me dieron a él, y este me enseñó cómo debía comportarme. Me enseñó lo más básico, a comprender pergaminos con palabras que, para mi edad, resultaban de lo más difíciles.
Una vez, estaba en mi cuarto. Lloré por ellos, lloré por mis padres, lloré por la rabia y la impotencia que sentía en esos momentos. Recuerdo cómo la puerta se abrió, haciendo que un haz de luz alumbrara el oscuro sitio, y vi a Kio frente a mí. No lo dudó, no lo pensó. Le dio igual que los guardias estuvieran mirando. Me abrazó, dejó que llorara. También recuerdo la mirada que les lanzó a los guardias y la orden que dio:
—Desaparezcan. Si no vais a hacer nada por vuestra reina, desaparezcan.
Y así hicieron. Se fueron. Me dejaron a solas con Kio, quien me acunó, me escuchó y me limpió las lágrimas.
Mirándole nuevamente, me di cuenta de que era bastante más joven de lo que pensaba. No era de mi edad, por supuesto; sería de la edad de mi padre, más o menos.
Tenía el cabello azul celeste, ojos de color verdoso, piel ceniza. Estaba ataviado con una túnica y el símbolo de mi reino: una familia subida a un hipocampo, con una ola rodeándolos. Los colores eran de un tono azulado, con bordados de color coral que formaban olas perfectas.
—Kio, deberías dejarme mirar esos pergaminos. Te recuerdo que soy la reina —dije, mirando el paisaje blanquecino de Fubuki.
—Y yo te he dicho, Acua, que para mí no eres una reina, eres como mi hija, y por lo tanto, no te voy a dar nada si eso te va a hacer más daño. Además, bastante paciencia estoy teniendo contigo. Mira... —hizo una pequeña pausa, suspiró y me miró—. Sé que todo esto es demasiado para ti. Son tus amigas... y, bueno, tu pequeña obsesión. Pero lo que no está bien es cómo has reaccionado. Yo no te he criado para que seas una reina así, dictadora. Piensas que así te ganarás el respeto de tus subordinados, pero no —dijo, cruzándose de piernas.
—¿Te parece bien cómo le estás hablando a tu reina? —le miré.
Este me miró, alzó la ceja y, tosiendo, dijo:
—Mira, Acua, te he cambiado los pañales cuando lo has necesitado, te he sujetado el pelo cuando has vomitado, he visto cómo has llorado a moco tendido, he visto cómo has roncado y te he visto sonreír y enfadarte. ¿Cómo crees que te debo hablar? Estás tibia si piensas que te voy a hablar como los demás. No, señor. Te recuerdo que soy tu consejero, pero también te recuerdo que, desde que eras niña, he sido más padre que consejero. Así que no me vengas con esas malcriadeces —dijo, volviendo a su pergamino.
No dije nada. Una pequeña sonrisa tironeó de mi rostro. Era el único que permitía que me hablase de ese modo, era el único que podía decirme eso sin que me sintiera ofendida.
Seguí mirando el paisaje. A lo lejos divisé una gran montaña, la más alta de todo Cagmel. Era impresionante. Podía ver cómo el cielo estaba nublado y cómo el aire se movía con violencia. Tragué saliva. Al parecer, el viento estaba cabreado por no estar con su portadora.