Oí un ruido que provenía del exterior. Bajé de la cama y me asomé por la puerta. Vi cómo los sirvientes iban de un lado a otro, estaban alterados. Curiosa, hice ademán de salir, pero alguien lo impidió. Enseguida, los ojos amarillos de mi hermano me observaban con cariño, con adoración. Una sonrisa se formó en mi rostro.
Saliendo de mi cuarto, me abalancé sobre él, haciendo que me cogiera entre los brazos. Me acurruqué e inspiré el olor tan característico de él, ese que me transmitía seguridad, hogar, ese que hacía que todos mis miedos se esfumaran porque me sentía protegida con él. Noté cómo me daba un beso en la coronilla, haciendo que una risa se apoderara de mí. Otro ruido resonó con fuerza, haciendo que mi risa se extinguiera como las llamas.
Mi hermano me adentró de nuevo en la habitación. Protestando, me crucé de brazos y le miré esperando que me explicara lo que estaba pasando, pero él solo estaba mirando hacia atrás con evidente nerviosismo. Eso hizo que me pusiera en alerta, nunca había visto a mi hermano así, no él, porque mi hermano nunca tenía miedo.
—Fire, no te muevas de la habitación, escóndete y no salgas bajo ningún concepto, ¿entiendes?
Fue entonces cuando me percaté de que mi hermano estaba con la armadura puesta. Su cabello negro y con mechas rojas relucía bajo la tenue luz de las velas de los pasillos.
Los rugidos de los dragones hicieron que me estremeciera de pies a cabeza. Los suelos empezaron a temblar, haciendo que las lámparas de araña que colgaban del techo se movieran con fuerza. Empecé a retorcerme las manos, a mirar a mi hermano.
En esos instantes no comprendía qué estaba pasando, solo tenía diez años y mi hermano quince, pero él se iba a la guerra y yo me iba a quedar allí, quieta, sin poder hacer nada. Entró de nuevo en mi cuarto, cogiéndome en brazos, movió la cama como pudo, tiró de una palanca, una palanca que estaba bien escondida.
Una puerta de piedra se abrió y dio paso a una especie de escondrijo oscuro; no me gustaba la oscuridad, no quería ir. Miré a mi hermano. Mi cara de horror hizo que suavizara su rostro, depositándome un beso en la coronilla me dijo:
—¡Corre, no mires atrás!
Aquella orden hizo que todo mi ser se activara. Dubitativa, me quedé parada, sin apartar aún la mirada de mi hermano. Estaba nervioso, muy nervioso, no me estaba gustando la situación, tenía miedo, mucho miedo.
—¡CORRE! —ese grito hizo que saliera corriendo por los túneles del castillo. Inmediatamente, uno de los guardias me dio la mano, salió corriendo, aún con su arma en las manos y mirando hacia atrás.
Los rugidos de los dragones resonaron con fuerza y las lágrimas empezaron a salir de mis ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué mi hermano me había gritado? Él nunca me gritaba, solía ser paciente y me consentía en todo lo que le pedía.
Nerviosa, seguí corriendo. Vi que las damas y las dragonas hembras embarazadas del castillo estaban refugiadas en las cuevas donde solíamos escondernos cuando había algún atentado contra el castillo.
Mi mente infantil aún estaba procesando lo que estaba pasando, no comprendía nada de la situación, no entendía absolutamente nada, lo que aumentó mi nerviosismo anterior.
El guardia me escondió en una de las cuevas y enseguida divisé a la ama de llaves que me cuidaba. Ella me cogió entre sus brazos y comenzó a cantarme al oído, posiblemente para acallar los rugidos de los dragones y los sonidos de lo que supuse que era una especie de guerra.
—¿Qué está pasando? —pregunté, sorbiendo por la nariz, las lágrimas salían sin cesar por mis ojos, el miedo me envolvía con fuerza, como el rugido de los dragones.
—No es nada, mi niña, no es nada... Jormunad se encargará de que todo vaya bien... confía en él. Asentí. Confiaba en mi hermano, sabía que lo iba a conseguir.
A pesar de ser joven, era un gran guerrero que había ascendido a rey de los dragones a una temprana edad por su temperamento y su fuerza. Estaba orgullosa de él, siempre lo había estado. Desde siempre me había imaginado a los dos, sentados en nuestros tronos: él siendo el rey de los dragones y yo la reina del fuego. Esa imagen me hacía inmensamente feliz, por eso, me acurruqué en los brazos de mi nana y esperé a que todo acabara.
Vi su cuerpo y lloré. La caja de cristal donde yacía mi hermano dejaba a la vista su cuerpo. Estaba herido, pero las curanderas se habían encargado de darle un mejor aspecto para que pudiera descansar.
Mamá estaba llorando, sollozaba mientras abrazaba la caja de cristal. Su llanto llegó al cielo; de repente, sus lamentos fueron oídos y la lluvia empezó a empapar el lugar donde estaba mi hermano. No sentía la lluvia, estaba pálida. Una parte de mí aún no podía creer que mi hermano estuviera muerto, pero otra parte de mí, la que estaba viendo aquel cuerpo, asimilaba la cruel realidad. Rápidamente fui hacia la caja de mi hermano. Lo miré.
Mi madre se abalanzó sobre mí, abrazándome con fuerza, como si temiera perderme también. Mis ojos no podían apartarse del cuerpo de Jormunad.
—Mami, a él no le gusta que lo encierren, él lo detesta. ¡Se va a enfadar cuando despierte!
Mi madre siguió llorando, aferrándose a mí. Seguí observando el cuerpo de mi hermano, protegido por aquella caja de cristal. Él no estaba muerto, pensé. Él está vivo, solo está descansando, sí, debe ser eso.