"Escóndete, hermosa flor.
Escóndete. Escóndete, desdichada princesa.
Escóndete. Ellos saben dónde estás, te encontrarán.
Escóndete, dulce cáliz. Escóndete. Los dragones aparecerán, los dragones te encontrarán.
Escóndete, hermoso lucero de luz. Escóndete.
Tu sangre será su salvación."
Escucho esa nana constantemente. No me deja dormir. No entiendo su significado y me gustaría saberlo para comprender a qué se refiere. Suelo escucharla en el aniversario de mi hermano. Las tétricas voces me sumergen en sueños, proyectando imágenes difusas, imágenes que no alcanzo a comprender.
Aturdida, parpadeo varias veces. Me incorporo en la cama y me doy cuenta de que no estoy en el internado, sino en casa. Suspiro y observo la pequeña llama que baila en mi mesita. Las ventanas ovaladas proyectan la luz de la luna. Mi cama está cálida, pero mi nerviosismo me impide quedarme más tiempo. Aparto las suaves sábanas de seda y decido salir al exterior. Necesito el aire.
Vistiéndome con una suave túnica, me dirijo al jardín. Al salir de mi habitación, como era de esperar, el pasillo está desierto. No hay sirvientes ni guardias custodiando mi cuarto, todos duermen profundamente. Paso junto a ellos con los ojos en blanco y camino por el largo pasillo.
Mis pisadas son lo único que resuena, junto con mi respiración. Observo las ventanas que dan al exterior, donde se divisa el pueblo envuelto en lava y cenizas. Todos duermen, descansan.
"Todos, menos tú".
Aunque quisiera, sé que no voy a poder dormir. La nana resuena aún en mi cabeza con fuerza, haciendo que la inquietud se adueñe de mí.
No recuerdo la última vez que pude dormir plácidamente, sin oír canciones absurdas o ser presa de las pesadillas. Finjo que estoy bien; sé disimular. Hago creer a todo el mundo que no tengo problemas, que soy la viva imagen de la energía. Es fácil engañar a las personas, y más si no te conocen.
Camino sin rumbo. Mis pies se mueven solos, guiándome y llevándome a no sé dónde. Cuando me detengo frente a una puerta, me quedo estática mirándola. Las lágrimas salen a raudales, y no puedo contener el impulso de acariciarla.
Mis manos acarician con suavidad las marcas que hay en la puerta. Sigo el relieve de la palabra, o mejor dicho, del nombre impreso en ella: 'Jormunad'. Coloco las manos en mi boca para acallar los sollozos que salen de dentro de mí.
Mi cabeza va de un lado a otro, comprobando que no hay nadie por los alrededores. Sé que no debería hacer esto, que no es bueno para mí. Aún así, abro la puerta y me adentro en su cuarto.
La única luz que ilumina la estancia es la que se infiltra por la ventana. No es suficiente. Poniendo la palma de mi mano hacia arriba, una llama empieza a bailar sobre ella. La elevo en el aire, haciendo que ilumine cada rincón de la sala. Las lágrimas siguen saliendo, no paran; la presión en mi pecho se incrementa con cada paso que doy.
Empiezo a acariciar cada mueble que decora la habitación. Me paro observando los retratos en los que él y yo salimos. Hay uno en el que tengo tres años. Jormunad me había subido a su hombro. Recuerdo cómo intenté tirar su corona al suelo. No me dijo nada, nunca me decía nada.
Sigo caminando. Abro el armario y analizo la ropa de mi hermano. Estiro el brazo y cojo una camiseta de color verde de manga corta. Veo las costuras doradas que representan en el dibujo un dragón alzando el vuelo.
Quitándome la ropa, me la coloco. La camiseta me queda como un vestido. Cogiendo su cinturón, me lo pongo alrededor de la cintura, ajustándolo a mi cuerpo. Me abrazo a mí misma y me dejo caer al suelo. Hecha un ovillo, empiezo a sollozar con fuerza.
Me da igual que me oigan, es más, deseaba que así fuera. Quería que todo el mundo supiera el sufrimiento que albergaba dentro de mí. Lo echaba de menos, cada día, cada mes, incluso cada año que pasaba me costaba más estar sin él.
Pasos apresurados resuenan por el pasillo, pero yo sigo tirada en el suelo, abrazándome, llorando. La puerta del cuarto se abre. Dos figuras se hacen presentes. No sé en qué momento esas dos figuras me abrazan con fuerza.
—Grita, llora, hazlo, mi niña —la voz entrecortada de mi padre hace que reaccione.
Sin dudarlo, grito. Grito con tanta fuerza que me desgarro la garganta. Ignoro el dolor, sigo gritando, hasta que noto cómo el regusto de sangre se hace paso en mi boca.
—Eso es, mi niña, no te quedes callada —me anima mi madre, secándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
—Tenía que haber sido yo... No él —digo con las lágrimas acumulándose en mis ojos.
—No, no digas eso, por favor, no lo vuelvas a decir —suplica mi madre.
En ese momento, lo percibí. Se abría paso por mi cuerpo. La energía rojiza fluía con fuerza, como si fuera un volcán en erupción.
No lo podía controlar. Mis emociones, mi ira se desbordaron. Era como si mi cuerpo se partiera en dos. Empecé a convulsionar, espasmos se presentaron en mi cuerpo.
—¡LLAMAD AL DRUIDA! —gritó mi padre. Los guardias se apresuraron a irse.
"Por favor, Fire, no quiero salir, no me hagas salir", mi elemento me imploraba. Quería controlarlo, no quería que saliera. Hice todo lo posible para manejarlo.