El frío era nuestro peor enemigo. La nieve impedía que pudiéramos ver con claridad. Lo que más odiaba de la corte de los Genios era la zona en la que estaban, Fubuki. El frío glacial y los lobos siberianos aullando con fuerza nos hacían saber que estaban allí. Las risas provenientes de los árboles y las sombras que pululaban sin rumbo por el suelo eran horribles. Sabía que la zona era peligrosa, pero mi imaginación no se comparaba con lo que estaba viendo.
Sentía cómo todo mi cuerpo se congelaba. Al mirar a Anna, me di cuenta de que sus labios estaban azules por la baja temperatura y, aunque se tapara con su capa, no funcionaba. El viento azotaba con fuerza, y Anna no podía hacer nada para detenerlo. Nerviosa, provocó que los vientos fueran más violentos, haciendo que, de una sacudida, retrocediéramos casi todo el camino. Nuestras huellas estaban grabadas en la nieve, creando pistas que podían ser seguidas por los depredadores más audaces, que no dudarían en usarnos como su dulce comida.
La luna estaba en el cielo oscuro. Noté cómo nos alumbraba el camino por donde estábamos pasando, pero no sirvió de nada. Las sombras serpenteaban por el suelo. Uñas intentaban agarrarnos de los pies, haciéndonos retroceder, otras escalaban árboles y nos atacaban desde arriba. Era una trampa mortal para los insensatos que se aventuraban allí, como nosotras.
Acercándome a un árbol, le hice una marca con mi daga. Al menos así sabríamos por dónde habíamos pasado, pero pronto desaparecía y la corteza se regeneraba nuevamente. Asqueada, canalicé mi energía y grabé mi palma en aquel árbol con fuego. Como era de esperar, no se pudo regenerar. Orgullosa de mi labor, le hice un gesto a Anna y seguimos caminando.
Cada paso que dábamos nos adentraba más y más en un sitio oscuro y siniestro. Ojos amarillos se podían ver dispersos en la oscuridad, risas estridentes se colaban en nuestros oídos. Nerviosa, cogí mi daga y me di la vuelta, como era de esperar, no había nadie. Percibí cómo algo subía por mi pierna. Curiosa, al mirar de qué se trataba, maldije: "ratones de la sombra". No eran seres peligrosos, pero tampoco eran los más encantadores.
Los ratones de las sombras mayormente eran el cebo para que las sombras más grandes atacaran a las presas, como nosotras. Oí pequeños chillidos agudos de los ratones que, de manera deliberada, empezaban a subir por nuestras piernas. Apartándolos como pude, empecé a dar manotazos; algunos se espantaban y otros desaparecían como aire, pero luego se volvían a materializar, esta vez más. Antes de que nos diéramos cuenta, los teníamos por los brazos y el abdomen. Anna gritó cuando sintió una pequeña mordedura de uno de los ratones. No le haría nada grave, pero eran molestas y dolorosas.
—Hora de exterminar —dije con una sonrisa. Llamas se apoderaron de mi cuerpo.
En esos momentos, mi poder me cubría por completo, como un escudo, como mi protección. La fuerza y la vitalidad me abrumaban y me extasiaban.
Adoraba mi poder, adoraba todo lo que podía hacer con él. Era la reina del fuego, de las llamas, de las cenizas. Todo mi ser era eso: fuego intenso, pasión. Humos negros provenientes de los ratones empezaron a cubrir el ambiente. Las llamas se incrementaron gracias al aire que Anna estaba enviando. Era lo bueno de combinar nuestros poderes.
Anna movió la mano, y los ratones salieron volando, haciendo que partículas negras empezaran a pulular por el oscuro bosque. Los aullidos de los lobos cesaron; eso me dio a entender que, posiblemente, ya se hubieran dado cuenta de nuestra presencia. Éramos dos intrusas en su bosque, en su territorio, pero me daba igual. Nosotras podíamos hacer lo que nos diera la gana; era eso o no hacer justicia a lo que se estaba avecinando.
Oí pasos, eran veloces y predecibles; los lobos ya estaban aquí. Enseguida, una pequeña manada de lobos siberianos nos rodeó. Sonriendo, conté cuántos eran. En total, eran diez y nosotras dos. Nos ganaban en número, pero no en fuerza, no al menos cuando había dejado que parte de mi poder saliera al exterior. Los lobos no eran tontos; sabían a qué presas atacar o no. Por eso, les di el voto de confianza de no cometer la imprudencia de atacarnos. Hacerlo sería un suicidio y acabar con ellos, un placer.
Dando una palmada con mis manos, logré que dos grandes llamaradas danzaran por mis palmas. Mi cabello se movía al son del aire y brillaba ante la luz fogosa del fuego.
«La reina de la ceniza, la reina del fuego»
Me repetí esas palabras. Así solía llamarme Jormunad. Ante ese recuerdo, una leve punzada de dolor se apoderó de mí, pero la descarté rápidamente. Cuando estábamos en batalla, era mejor mantener los sentimientos a raya y dejar que todos nuestros sentidos se enfocaran en el campo. Aun así, la voz de mi hermano llamándome de ese modo resonó en mi cabeza. Me llamó así la primera vez que, sin querer, quemé una de sus camisetas favoritas. Era una niña y apenas controlaba mi poder. Simplemente, recuerdo que, inocente, cogí la camiseta de Jormunad con el propósito de ver si podía manejar las llamas que salían descontroladas de mis manos. La cosa no acabó bien, pues pulvericé esa camiseta y la reduje a cenizas. Mi hermano me miró con ojos brillosos, lleno de orgullo y, tocándome el hombro, me dijo eso: que era la reina de la ceniza, la reina del fuego.