Mis ojos se abrieron lentamente. Confusa, me quedé mirando todo lo que estaba a mi alrededor mientras me incorporaba del suelo. Al intentar levantarme, un dolor punzante se apoderó de mí, haciendo que soltara un siseo de dolor. Anna, que estaba a mi lado, se levantó sobresaltada, miró a todos lados y vi cómo su cara palidecía. Las rejas que nos rodeaban, el suelo de piedra negra con restos de moho y el sonido de las gotas impactando contra el suelo nos dieron a entender dónde estábamos. Maldiciendo, empecé a golpear los barrotes, lo que me provocó una descarga que me estampó contra el suelo de piedra, causando un corte en mi espalda.
La sangre no tardó en aparecer y, de repente, aquella piedra oscura se tiñó de dorado, lo que me hizo maldecir. Mi sangre enseguida se mezcló con la que ya estaba, la que estaba seca, angustiada. Me quedé analizando la situación, intentando recordar lo que había sucedido. No recuerdo mucho; lo único que sé es que unos monstruos nos llevaron al castillo del rey de los genios y, por el lugar donde estábamos, supuse que nos habían encerrado en una mazmorra, atadas de manos y pies.
Aunque la cadena era bastante larga, cada movimiento que hacía provocaba que pequeñas agujas se clavaran en mi muñeca y en mi tobillo, causándome un dolor indescriptible, desagradable, eso sí que lo sabía. Anna intentó levantarse, pero cuando mis ojos vieron sus ataduras, no pude evitar que un grito se apoderara de mí. Eran más grandes y pesadas que las mías; podía ver cómo las agujas eran más grandes y cómo la sangre de Anna caía en un recipiente de color azulado con forma de manzana. El dorado de su sangre caía poco a poco, llenando la botella.
—Miserables... —mascullé. Me acerqué a Anna, pero ella alzó la mano y negó con la cabeza. Curiosa, la miré sin comprender lo que estaba haciendo.
—No te acerques, Fire. Ahora mismo estoy intentando controlarme. Mi poder quiere salir y no lo voy a permitir, porque si lo hago, posiblemente nos entierre a todos bajo los escombros del castillo. Déjame unos minutos, solo unos minutos para intentar controlarlo —dijo con una pequeña sonrisa. Me costó, pero me alejé.
El poder de Anna era incontrolable, por lo tanto, ella tenía que esforzarse más que los demás para que su poder no se desbordara. Una gota de su sangre podía hacer que el castillo volara y un mal control de su poder podía enterrarnos a todos. Sentada en una esquina, me coloqué las rodillas en el pecho y miré a Anna, quien mostraba una expresión de dolor y agonía. Me di cuenta de cómo apretaba los puños con fuerza, haciendo que las agujas se clavaran sin cesar. El recipiente que le habían colocado se llenaba a gran velocidad. Temí que se desbordara.
Unos guardias se apresuraron a entrar. Al ver mi cara, dieron marcha atrás y sacaron sus armas. Con los ojos en blanco, les lancé una mirada y, enseñándoles los dientes, les dije:
—Sabéis que... con un dedo, solo un dedo puedo hacer que el recipiente se rompa. Si una gota de la princesa de Freston puede hacer que el castillo salga volando, imaginaos lo que puede hacer un charco —para mostrarlo, alcé las manos y, haciendo un gesto de explosión, vi cómo sus gargantas se movían con rapidez.
—No creo que lo hagas... Además, esta celda está preparada para que no se usen poderes —sonreí: —¿Seguro? Entonces, si alzo el dedo, ¿no va a pasar nada? ¿O me equivoco? Solo uno, un dedo, y os puedo matar a todos —hice el gesto de mover el dedo, cuando de repente oí al rey de los genios decir: —No es necesario —me giré y con una sonrisa lobuna miré al hombre que tenía delante.
Enseguida vi al hombre de dos metros que nos miraba como si fuéramos gusanos. Chasqueando la lengua, lo miré de forma vaga, dándole a entender que su presencia me daba igual, que no me imponía. Se ofendió; su expresión se contrajo y pude ver cómo una vena le aparecía en el cuello.
Me di cuenta de que los genios tenían una belleza extraña, de esas que te dejan por un momento mirándolos, como si fuera lo más raro que has visto en tu vida. Irónico, dado que en mi reino habitaban los seres más horrendos que aparecían continuamente en las pesadillas de los niños humanos.
Eso me recordó al que habitaba en mi reino. Vivía en una pequeña cabaña lejos de la ciudad de Estron; lo llamaban el Hombre del Saco. Solían decirme que ese hombre cogía a los niños pequeños cuando se portaban mal. Yo solo lo vi una vez, y fue porque Jormunad tenía curiosidad por saber cómo era el ser que "atemorizaba" a los niños humanos. Nos llevamos una decepción, pues cuando ese hombre vio a mi hermano, casi se desmayó a causa del terror que le daba.
Pues igual los genios. Eran seres con grandes leyendas, con aspectos extravagantes, pero que, en realidad, no sabían defenderse cuando era necesario. Se escondían a través de la magia y eran incapaces de usar armas; simplemente manipulaban a sus víctimas para que cayeran en sus brazos. El aspecto del rey no me recordaba a aquel hombre que visitamos, no, era más bien diferente.
Llevaba el pelo negro recogido en una trenza. Su piel era de un azul oscuro, con vetas blancas. Sus ojos eran de un extraño color ceniza y sus dientes, demasiado blancos, deslumbraban. Su vestimenta consistía en un brazalete de oro en el antebrazo y su torso desnudo. Lo único que tenía de ropa eran unos pantalones bombachos de color blanco que resaltaban su piel.
—¿Cómo os habéis atrevido a entrar en mis tierras? ¿Y con qué propósito? —se adentró en la celda. Echó un rápido vistazo a Anna, la cual ignoró la presencia de todos, pues estaba más concentrada en su poder que en los intrusos que habían venido.