Mi madre estaba sentada en su trono, visiblemente cansada. Habíamos llegado demasiado rápido a mi reino y, sinceramente, no estaba preparada para el reproche en la mirada de mi padre. Comprendía que había actuado mal al irme de esa manera, sobre todo a un lugar donde claramente mi vida estaba en peligro. Me di cuenta de que, en algunos aspectos, aún era demasiado inmadura. Ni siquiera quería pensar en cómo sería ser reina; solo imaginarlo me provocaba escalofríos.
Mis amigos estaban a mi lado, observando a mi madre con pena por su expresión. Seguramente, en su mente se libraba una batalla interna. Podía visualizar cómo funcionaba su mente en esos momentos, pensando si sería una buena decisión permitir la resurrección de los dragones o no. Después de todo, hacerlo significaba traer de vuelta a su hijo. Dudaba que fuera tan simple; seguramente había consideraciones adicionales. Si esa posibilidad hubiera existido desde el principio, mi madre habría recorrido cualquier distancia para reunir los objetos sagrados y traer de vuelta a su hijo.
Un recuerdo se apoderó de mi mente: la muerte de mi hermano. Me impactó ver a mi madre así, aferrada a la urna de cristal, sollozando con tanta intensidad que dolía. Muchos intentaron separarla de la tumba de mi hermano, pero ella se negaba. Decía que no quería dejar a su hijo, que estaba lejos de ella, que aún era un niño y que seguramente estaba asustado. También mencionó que Jormunad le tenía miedo a la oscuridad y que no quería que su hijo pasara miedo. Quería estar allí con él; si no me hubiera tenido a mí, posiblemente mi madre no habría dudado en seguir a su hijo al otro mundo.
Era duro, lo sé, pero era la realidad. Mi madre amaba a sus hijos con todas sus fuerzas; nunca había conocido a una madre más protectora y cariñosa que ella. Habría hecho cualquier cosa para salvar a mi hermano; habría llevado su alma al Hades si eso hubiera garantizado que Jormunad estaría de nuevo con nosotros.
—¿Por qué? —fue todo lo que dijo mi madre, frotándose las manos contra la cara. Mi padre puso su brazo sobre sus hombros y, dándole un beso en la cabeza, la hizo suspirar.
—Necesitaba respuestas —dije con decisión. Si algo me habían enseñado mis padres era enfrentar las consecuencias de mis actos.
—¿Para qué? —el tono de voz de mi madre sonó desganado, agotado; seguramente la preocupación la estaba consumiendo. Se habría imaginado enterrando a otro hijo, y eso hizo que una punzada de dolor me atravesara.
No sabía cuánto sabía mi madre. Mi padre nunca le ocultaba nada, pero había ciertos matices que, quizás en este momento, tras el aniversario de Jormunad, no era adecuado mencionar. Decirle a una madre que su otra hija también podría morir... Dudaba que fuera reconfortante para su ya herido y destrozado corazón. Por eso opté por callar; a veces, era mejor mantener silencio.
—¿Qué van a hacer? —preguntó mi madre en un susurro. Las madres de los demás esperaban expectantes nuestra decisión.
Sabíamos que ante la noticia que nos habían dado, debíamos actuar, pero no sabía por dónde empezar. Era difícil de procesar. ¿Cómo íbamos a hacer algo si ni siquiera conocíamos a esa secta? No podía prever lo que íbamos a hacer porque ni siquiera nosotros lo sabíamos. Me sentía perdida, sin rumbo, con mil pistas pero ninguna solución.
—No lo sé —respondí sinceramente, porque era la verdad. No sabíamos qué íbamos a hacer.
Mis amigos reflexionaron; podía ver cómo sus mentes trabajaban a toda velocidad. Anna estaba en una de las habitaciones de invitados, siendo atendida por un druida. Al parecer, la sobrecarga de un poder incontrolado la había dejado agotada e incapaz de levantarse. Imaginé lo difícil que debía ser poseer tal poder y no saber qué hacer con él. Con solo unas gotas de su sangre había provocado un tornado en el gran salón del rey de los genios.
—Saben que no podemos obligarlos a ir. Somos sus madres, pero una parte de mí, la parte de la reina que llevo dentro, les incita a ir —dijo la madre de Yulen con seriedad.
Entendía la posición de las reinas. Era complicado tener que decir eso a tus hijos, pero como reinas debían ser sensatas y actuar para evitar que las cosas empeoraran. No le pregunté a Acua sobre el enemigo que habían interceptado; no encontré el momento adecuado. Apenas tuvimos tiempo de sentarnos cuando mi madre nos convocó a todos en el gran salón de mi castillo.
Siempre me había impresionado este lugar, inmenso y enorme. Me costaba imaginar estar en el lugar de mi madre, sentada en el trono y hablando así con mis súbditos. También me costaba visualizarme pensando en un plan para detener a nuestros enemigos. Ser reina era duro y aún no me sentía preparada para ello, simplemente no podía serlo. Pero ya no me quedaba tiempo; pronto debería ocupar el lugar de mi madre, sin mi hermano. Solo pensar en ello hizo que un nudo se formara en mi garganta.
Siempre había fantaseado con la idea de que, si algún día fuera reina, me vería a mí misma sentada en el trono con mi hermano a mi lado, trabajando juntos. Él comandaría a los dragones y yo a los demás. Pero todas esas ilusiones se desvanecieron el día que lo perdí.
—No sabemos por dónde empezar —intervino rápidamente Asia, visiblemente agobiada. Como reina, siempre debía tener un plan en mente y estar atenta a cualquier amenaza que pudiera surgir.