El volcán me llamaba como si me necesitara. Podía oír su voz, la voz de mi hermano, incitándome a ir hacia el centro del volcán. Estaba bastante cerca de una playa, transitada por humanos que iban vestidos de formas que no podía describir. Sostenían cosas en sus manos, de las que bebían sin cesar, mientras reían y encendían una hoguera en el centro de la playa. Me quedé embelesada al ver aquella preciosidad. Las llamas danzaban al compás del aire, con el sonido del agua creando un ambiente tranquilo y mágico. La tierra estaba en calma, y fue la primera vez que me percaté de que nuestros elementos podían convivir perfectamente en sintonía. Era hermoso y curioso a la vez. Hermoso porque el fuego estaba cerca del agua, sin temor a tocarla, mientras que el agua acudía hacia la orilla, donde se fusionaba con la tierra, inundando mis fosas nasales con su olor, un olor que llegaba gracias al aire que se había levantado en ese momento.
Pero algo no iba bien, lo sentía. Sentía cómo el fuego de aquella hoguera me avisaba de algo. No tenía voz, pero me provocó una sensación extraña que hizo que todo mi cuerpo se alarmara. El aire se volvía cada vez más fuerte, avivando las llamas de la hoguera y haciendo que los humanos alrededor dieran un paso hacia atrás, pues el viento estaba haciendo que pequeñas chispas de fuego cayeran sobre ellos. No era normal; el viento era demasiado denso. En esos instantes, desee haber traído a Anna para que me dijera qué estaba pasando, qué era lo que le inquietaba. Pero no tenía esa capacidad; el aire no me hablaba, pero el fuego sí, y me advertía que estaba por ocurrir una catástrofe.
Con paso firme, avancé entre los árboles que invadían el camino hacia la playa. Veía sus copas moverse cada vez más violentamente, mientras un frío gélido comenzaba a formarse, haciendo que todos los humanos en el lugar se miraran incrédulos ante lo que estaba ocurriendo. No debería ser común, pero claro, nada de esto tenía sentido. Ni siquiera entendía por qué aún sentía la energía de mi hermano envolviéndome con ferocidad e incitándome a seguir adelante, como si me estuviera llevando a algún lugar.
Los transeúntes se quedaron paralizados cuando me vieron. Entonces lo escuché en mi mente, lo sentí en mi piel: el fuego, el fuego me estaba hablando.
<<Huye>>, me decía, pero no podía huir; debía llegar hasta el volcán.
Mis piernas comenzaron a moverse cada vez más rápido. Un estruendo resonó de repente, haciendo que me detuviera de inmediato. Y entonces lo vi: el volcán había entrado en erupción. El cielo comenzó a arder con tonos rojos y naranjas, mientras la luna se hacía poco visible debido al humo que se había formado en el firmamento. A lo lejos, me di cuenta de que el volcán rugía con ferocidad, como si estuviera reclamando algo, como si en realidad estuviera advirtiéndonos. El viento, que antes era gélido, se tornó cálido, sofocante. En ese instante, todo mi poder despertó; ansiaba tocar aquella fuente, necesitaba sentirla con fuerza. Era algo irreal e ilógico, pero en esos momentos mi cuerpo solo deseaba poder tocar la lava que descendía a gran velocidad por las oscuras piedras de aquella montaña.
Los gritos de los humanos resuenan en mis oídos con tal intensidad que, al principio, me dejan un poco desorientada. El humo y las chispas del fuego se vuelven cada vez más densos, más peligrosos. Veo cómo la gente corre despavorida, intentando salvarse de lo que se avecina. No, esto no es bueno. Nadie me prestó atención, y lo agradecí. Mirando a todos lados, respirando hondo y canalizando toda mi energía, alcé las manos hacia el cielo. Enseguida, el humo y las chispas que flotaban en el aire acudieron a mí, respondiendo a mi llamado, reconociéndome como su reina, la portadora de su elemento. Siento cómo todo me arde, pero no es una sensación desagradable, sino electrizante, cargándome de una energía que desconocía. Entendía que no debía hacer esto, pues si acumulaba demasiada energía, acabaría quemándome, presa de las llamas que, aunque eran mías, se negaban a obedecerme del todo.
Cuando el aire se despejó un poco, localicé a una niña pequeña que se había quedado parada, contemplando la lava que descendía por la montaña. Rápidamente, corrí hacia ella. Los gritos de advertencia de los humanos llegaron a mis oídos, pero mi mente estaba enfocada en la niña, que miraba horrorizada todo lo que estaba ocurriendo. Ya cerca de ella, la tomé en brazos. Al principio gimoteó, pero al entender que estaba salvándola, se relajó. La llevé a un lugar más seguro, y entonces solo quedábamos el volcán y yo.
Recé a la diosa de la luna y de la sabiduría, pidiendo su ayuda para lo que estaba a punto de hacer. Rápida, corrí hacia el volcán, que empeoraba cada vez más. Las personas más alejadas se detuvieron, contemplando lo que estaba por hacer. La tierra temblaba, y supe de inmediato que avisaría a Asia de lo que estaba ocurriendo, de que había una amenaza, al igual que el aire lo haría con Anna y el agua con Acua. No tenía mucho tiempo que perder. Si no impedía lo que estaba a punto de suceder, muchos humanos morirían. El fuego era egoísta, y cuando deseaba algo, lo conseguía a costa de lo que fuera, incluso a costa de vidas inocentes. En ese aspecto, se parecía mucho al agua: impredecibles y violentos. Pero ninguno tanto como el aire, que, aunque a veces tranquilo y sereno, era capaz de destruir un pueblo en un suspiro.