Ya estaban aquí, me habían traicionado. Todo el mundo lo hacía, todos me traicionaban. Noté cómo la sangre me hervía, la cabeza me dolía. Ahora estábamos jodidos: entre Gaia, que había dado su ubicación, y los demonios, que habían cambiado de bando, solo era cuestión de tiempo que todos ellos aparecieran. Y sabía que no iban a ser los únicos. Ya podía sentir a todos los seres de Cagmel; podía oler a los lobos, a las brujas, a los genios, a los reyes de los grandes reinos... a mi madre. Solo de pensarlo, algo se apoderaba de mí. No quería caer en eso, en los remordimientos. No quería pensar en ella, en mi madre, que desconocía que yo estuviera vivo. Era cruel, debía de serlo. Debía demostrar que era fuerte, todo lo que había conseguido. Sí, eso debía hacer. No podía caer en la empatía; esas cosas, esos sentimientos no me pertenecían. Hacía mucho que había perdido todo eso.
También sentía a mi hermano. Era como un tirón en el cuerpo, como si, por desgracia, mi vínculo y el de él estuvieran llamándose. No, él era otro de mis enemigos, él era el peor. Sí, no podía quedarme atrás, no podía dejar que esas emociones que había enterrado hace tiempo se apoderaran de mí.
Bajé del pedestal en el que estaba. No quise mirar. Era el único sitio en el que me sentía tranquilo, me sentía cerca de ella, de mi Glacea. Mi mujer, a la que más he querido... bueno... a la segunda a la que más he querido.
Mis soldados ya estaban en la sala del trono; habían encarcelado a Gaia. La miré y abrí los ojos. Un grito se atascó en mi garganta al verla así, magullada, tosiendo, con sus ropajes rotos, con su pelo sucio y enmarañado. No, no podía hacer nada. Tenía que callar.
—Mi señor, la prisionera ha transmitido información. Es hora de que acabemos con ella —dijo uno de mis subordinados.
Miré nuevamente a Gaia.
—Hijo de puta... —escupió las palabras—. Estáis muertos, ya están viniendo, y créeme, no vienen en son de paz —dijo, sonriendo, pero yo solo me quedé mirándola. A pesar de estar herida, a pesar de estar casi muriéndose, no perdía ese orgullo que me traía de cabeza, ese que me hacía desear arrancarle el corazón, hacer que se pusiera de rodillas y me suplicara perdón.
—Mejor... hacía tiempo que no veía a mi familia. Será una reunión interesante —dije con indiferencia, con frialdad.
—Tocas un solo cabello blanco de Yulen, y no habrá cielo o infierno que te proteja de mi ira. Te perseguiré y torturaré como el miserable que eres —se levantó Gaia con ferocidad, mirándome con un odio que hizo que mi respiración se agitara.
<<Perfecta... violenta>>. Solo podía pensar en eso cuando la tenía delante.
—Simplemente le daré la bienvenida a mi casa a mi querido hermano. Vosotros... la guerra ya ha comenzado, vienen los enemigos. Debemos acabar con ellos. No quiero que se acerquen al cuerpo de Jormunad. Aún nos falta su corazón —dije, asqueado.
Ese desgraciado había ocultado demasiado bien esa parte de él, esa que necesitaba para poder despertarlo y así a todos los dragones.
—Sí, mi señor —todo mi ejército vitoreó. Vi que empezaron a aullar, orgullosos del acontecimiento. Dieron golpes en la celda donde estaba Gaia, quien se colocó delante de Melany, impidiendo que ella viera lo que estaba sucediendo.
Admiración es lo que sentía. Admiración y odio hacia ella. Odio por cómo era, odio por quien era y odio por lo que fue.
—Ese corazón humano tuyo te condenará —le miré de reojo.
Esta alzó la cabeza.
—Prefiero estar condenada por eso. Prefiero que me maten por proteger a los míos a estar como tú, un ser desgraciado, sin corazón, que merece estar muerto —su seriedad hizo que me pusiera tenso.
<<No sabes quién soy, no sabes lo que me ha pasado, no sabes mi historia>> pensé, pero de nuevo opté por callar.
—La guerra ha comenzado —sin más, todos salieron, todos excepto Gaia y Melany, todos salieron listos a una muerte segura.
FIRE
Desconocía el sitio en el que estaba. Me quedé parada. La oscuridad había hecho acto de presencia y mis nervios se acentuaron. Podía sentir tres energías: la de Asia, Melany y la de mi hermano. Ahí estaba su cuerpo, ahí estaba mi hermano dormido, ajeno a lo que estaba pasando. Un dolor se apoderó de mí, un dolor que hizo que una lágrima saliera de mis ojos ante aquello. Mi hermano había sido secuestrado; habían cogido el cuerpo de él sin miramientos, como si no fuera nada, como si fuera un simple arma que usar a su favor. Tales pensamientos hicieron que mi ira poco a poco creciera. Sentía ese fuego interno, ese que bullía con fuerza, el que me impulsaba a entrar y acabar con todos, independientemente de quién estuviera, del número de enemigos que fueran.