Silbriar
—¡Hemos llegado! —le anunció el muchacho con aire triunfal.
Valeria sintió que sus pies rozaban la hierba y decidió por fin abrir los ojos. Su corazón latía aún descontrolado. Colocó la mano a la altura de su pecho, esperando apaciguarlo. ¡Sí, estaba viva! Se palpó las piernas, que todavía temblaban, y entonces se permitió examinar maravillada los alrededores.
Habían aterrizado en un vasto campo repleto de girasoles. A su izquierda, un pequeño riachuelo se abría paso entre las caprichosas flores que rotaban al unísono ante cualquier extraño movimiento que las sobresaltara. Ahora, todas ellas parecían mirarla con inaudita curiosidad. Jonay pareció saludarlas con una reverencia y, sonrojadas, cambiaron de posición.
—Solo querían saber si éramos de fiar.
Valeria ignoró sus palabras. Continuaba enfrascada contemplando la sobrenatural belleza del lugar. No recordaba a Silbriar tan hermoso. Las peculiares abejas desfilaban divertidas al son de una marcha generada por sus propios zumbidos; el agua del riachuelo discurría serena, saltando las rocas que encontraban en su camino; los pájaros entonaban una melodía a su paso por aquel campo de girasoles; y el radiante sol acompañaba a aquella estampa variopinta, dotando de brillo a un grupo de árboles que se alzaban orgullosos junto a un estrecho sendero.
Inspiró con profundidad, y una bocanada con el aire más puro penetró en sus pulmones, revitalizándolos. Era la magia del lugar. La percibía en los poros de su piel. Entonces cayó en la cuenta de que todavía llevaba su grueso abrigo añil. Se lo desabrochó con premura y lo colgó de su brazo. Silbriar estaba disfrutando de su estación estival, más prolongada en el tiempo que los cuatro meses humanos.
Observó que Jonay se dirigía al sendero y lo siguió. Debían apresurarse y encontrar el Refugio de los magos. Mientras caminaban, Valeria apreciaba los expresivos paisajes que parecían surgir de un lienzo inacabado pero perfectamente organizado. El pintor había trazado con esmero las líneas antojadizas que cobraban vida en la profundidad de las montañas, la altitud de los árboles y los perfilados senderos que se fusionaban con la naturaleza.
Jonay rompió un silencio sagrado:
—En poco llegaremos a la capital. Ha crecido mucho desde que estuviste aquí. Pero, si quieres, podemos ir volando.
—No, gracias, quiero mantener mis pies en la tierra por el momento.
—Muy bien, pero si cambias de opinión, solo tienes que decírmelo —le dijo con sorna—. A tu derecha puedes ver el castillo de Silona.
Giró la cabeza y, en la lejanía, pudo apreciar sobre la más alta de las colinas una coqueta construcción violácea con cuatro torres coronadas con cúspides rosadas. El castillo creaba una disonancia hermosa ante el amplio vergel que lo rodeaba. Así que allí era donde Silona reinaba. Sonrió para sus adentros. Y pensar que la primera vez que aterrizó en aquellas tierras, el hada era prisionera y ni siquiera poseía un hogar. Observó a su compañero, que andaba con pasos seguros, como si fuera un lugareño más.
—¿Desde cuándo vienes por aquí? —le preguntó con curiosidad—. Parece que conoces Silbriar como la palma de tu mano.
—Hará unos trece años que vine por primera vez. —Jonay miró a la chica, quien pareció sorprendida—. Algunos guardianes descubren desde muy chiquitos que lo son, otros siguen dormidos hasta la adolescencia o incluso la edad adulta, y algunos mueren sin ni siquiera saber que existían para pertenecer a algo grande.
—¿Y cómo puede ser?
—Depende de la edad con la que tu objeto se presente ante ti —continuó—. Yo tenía cinco años. Mi tío, antes de morir, me dijo que quería regalarme algo valioso. Estaba más nervioso por descubrir de qué se trataba que de su muerte inminente, y entonces me dio el gorro. No te imaginas cómo me sentó. Estaba desilusionado, casi a punto de llorar. Me esperaba un tesoro o algo parecido. —Rio, recordando el momento—. Pero mi tío me dijo que tenía un enorme poder y que no podía perderlo de vista, que, como a él en su día, mi sangre lo había llamado. Yo no entendí nada de lo que me dijo. Pensé que, como se iba a morir, decía boberías.
—¿Los objetos se heredan? —le preguntó estupefacta.
—No todos. Si los descendientes no poseen esa chispa que ellos buscan, se lanzan por el mundo en busca de nuevos portadores.
—¿Y qué pasó? ¿Cómo descubriste que era un objeto mágico? —Su curiosidad crecía.
—La verdad es que me olvidé del objeto. Lo lancé dentro del armario. Pero una noche, un brillo verdemar me despertó. Abrí el armario y allí estaba el maldito danzando. Me asusté mucho, cerré la puerta y me escondí debajo de las sábanas. Pocas semanas después, apareció en mi casa el que sería mi maestro, un chino arrugado y con malas pulgas. Gracias a él estoy aquí.
—Tuviste mucha suerte. Yo llegué a Silbriar sin saber que existía.
Valeria se prometió a sí misma aniquilar la nostalgia que pudiera sentir por aquel mundo. Pero allí de nuevo, observando el cielo casi transparente sobre su cabeza y el sublime verdor en sus pies, sintió un irrefrenable deseo de no abandonar jamás aquel mágico lugar.
—¡El jodido destino! Nos empuja con mala leche para que estemos donde tenemos que estar.
La muchacha esbozó una sonrisa de conformidad en su rostro. Sí, el destino tejía las más apasionantes como aterradoras peripecias para alcanzar su propósito. Pero, en este caso, no sabía si echarle la culpa a él. Su hermana había sido secuestrada por un enemigo conocido que había urdido un enredado plan. Ella conocía sus ocultas motivaciones. Jonay también era sabedor del vínculo oscuro, pero ¿cuántos más lo sabrían?
Divisó a escasos dos kilómetros la esplendorosa ciudad en la que se había convertido aquel sombrío pueblo de un año atrás. Las casas blancas con sus tejados rojizos se agolpaban en uno de los laterales de un edificio imponente: el Refugio de la Resistencia, oculto en su última visita bajo los escudos protectores. Ahora era una escuela de magia, visible para aldeanos y visitantes. Su estructura circular era un desafío para las leyes arquitectónicas. Decorado con símbolos ancestrales, constituía una joya exótica de la sabiduría. Sus jardines tan extensos como radiantes estaban protegidos por una muralla rectangular. El pueblo había prosperado considerablemente. Los negocios se concentraban en la calle principal, y una plaza central escondía diversas fuentes con agua de sorprendentes colores.