La rendición de la reina

Epílogo

Un año después.

El sol de la tarde descendía sobre la playa, pintando el cielo con tonos de naranja y rosa. La brisa marina era suave, y el único sonido, aparte del murmullo constante de las olas, era el de las risas.

No era una boda grandiosa. No había cientos de invitados, ni salones de cristal, ni orquestas. Solo estaban las cinco personas más importantes del mundo, de pie en la arena húmeda.

Alejandro, en una sencilla camisa de lino blanco, sostenía las manos de Lucrecia. Ella llevaba un vestido blanco, simple y etéreo, que ondeaba suavemente con el viento. Su cabello rubio estaba suelto, adornado con una pequeña flor silvestre que Emilia había recogido para ella esa mañana. Rafael, a su lado, sonreía con una paz que había tardado mucho en recuperar, actuando como el único y más importante testigo.

Y frente a ellos, Emilia, con un vestido a juego con el de Lucrecia, sostenía un pequeño ramo de flores de la playa, su rostro radiante de felicidad.

Cuando intercambiaron los votos, sus palabras no fueron promesas ostentosas, sino susurros cargados de verdad, de supervivencia y de una gratitud infinita. Eran un testamento de su viaje desde la oscuridad hacia esa luz deslumbrante.

Al sellar su unión con un beso tierno y profundo, Emilia no pudo contenerse más. Soltó sus florecillas en la arena, corrió hacia ellos y se abrazó a las piernas de Lucrecia, su rostro levantado hacia ella.

—¡Felicidades, mamá! —gritó la niña con toda la alegría de su pequeño corazón.

El mundo de Lucrecia se detuvo. La palabra que nunca pensó escuchar, la que había llorado en silencio durante trece años creyendo perdida para siempre, la golpeó con la fuerza de una ola de pura felicidad. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero no eran las lágrimas frías de la Reina, sino las cálidas y saladas de una madre.

Se arrodilló en la arena, sin importarle el vestido, y abrazó a Emilia con una fuerza que contenía todo el amor que había guardado en su interior.

—Gracias... —sollozó contra el cabello de la niña—. Gracias, mi niña.

Alejandro se arrodilló junto a ellas, rodeándolas a ambas con sus brazos, y por primera vez en mucho, mucho tiempo, su familia estaba completa, sanada y entera bajo el cielo abierto de Ravenport.

Más tarde esa noche, en la sala de la casa, una fotografía de la boda ya descansaba en un marco sobre la repisa. Emilia, en pijama y lista para dormir, la señalaba.

—¿Ves, papá? —le dijo a Alejandro, quien la cargaba en brazos—. Te lo dije.

Alejandro sonrió, confundido.

—¿Qué me dijiste, mi cielo?

—Que ella sí era un ángel de la guarda —susurró la niña, sus ojos fijos en la imagen de Lucrecia vestida de novia—. Mira qué bonita se ve. Es mi ángel.

Alejandro sintió un nudo de emoción en la garganta.

Besó el cabello de su hija, abrazándola con fuerza. Miró la foto, y luego a la mujer real que estaba en la terraza, observando las estrellas.

—Sí, mi amor —respondió él, su voz llena de una convicción absoluta—. Siempre tuviste razón. Es un ángel de la guarda. Salvó a tío Rafael. Me salvó a mí. Y te salvó a ti. Es nuestro ángel.

Al día siguiente, los tres jugaban en la orilla. Alejandro perseguía a Emilia, quien corría chillando de risa hacia los brazos abiertos de Lucrecia. Ella la levantó en el aire, girando con ella mientras el agua salpicaba sus pies. Sus risas se unieron, una melodía perfecta que se elevó por encima del sonido del mar, la prueba viviente de que incluso después de la noche más oscura, siempre, siempre llega el amanecer.




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