He estado en la calle dos días y no encuentro la siguiente ubicación. Se preguntarán dónde pasé la noche. Digamos que encontré una especie de refugio en el parque de la gran estatua: la de los Próceres del 9 de Octubre. Eso sí, tuve que esconderme de los guardias para que no me atraparan. Ellos no entenderían que estoy en una búsqueda del tesoro.
Vainilla está sentado, esperando mi siguiente movimiento mientras observa el panorama. Su cola se mueve como un péndulo en el suelo, limpiando la vereda.
Tomo el diario y continúo leyendo las fechas que mamá escribió. Paso las páginas con algo de prisa hasta dar con dos fechas anteriores al 9 de septiembre, el día en que hizo el primer dibujo:
5 de septiembre de 2014
Salí con Daniel al cine después de clases; el muy desgraciado me jugó una broma bastante miserable. Yo había llegado primero y estuve buscándolo por todo el centro comercial, sin éxito. Pensé que me había dejado plantada o que me pondría alguna excusa a última hora.
Llevaba mi bolso, donde suelo cargar mi material de dibujo cada vez que salgo, y en ese mismo momento, él me asustó fingiendo secuestrarme. Solo logré zafarme y golpearlo con el bolso... la cara que puse al verlo cubriéndose. No lo pensé dos veces y seguí golpeándolo hasta que se disculpó.
El resto del día pasé enojada con él; de hecho, casi no hablamos durante nuestra salida, pero podía notar que a él le daba igual. Incluso siguió molestándome con sus bromas. Si no fuera mi amigo, hace tiempo que lo habría dejado allí mismo.
Pero tengo que admitir que lo quiero mucho, aun con todas sus idioteces... al final, es el único idiota que me entiende.
7 de septiembre de 2014
Mi madre me dijo que paso mucho tiempo en la calle, y el viejo... él me dijo algo que me destruyó por dentro: parezco una callejera e incluso una adicta. Hasta me dijo que no le sorprendería que Daniel fuera igual de adicto e inútil.
No sé qué pasó después de eso, pues, completamente dominada por la ira, salí de casa azotando la puerta. Mis lágrimas brotaban sin cesar, cegándome, mientras caminaba sin rumbo fijo. Solo quería alejarme, correr hasta que el dolor desapareciera, hasta no sentir más la rabia quemándome el pecho.
Sin saber cómo, terminé en el barrio Las Peñas. Mis pies me llevaron allí por instinto, entre esas calles empedradas que desde niña me parecieron mágicas. Pero ese no fue mi destino. Me dirigí al Cerro Santa Ana. Subí las escalinatas casi sin aliento, sintiendo que cada escalón me arrancaba un poco más del dolor. Llegué hasta el faro que corona el cerro como un guardián silencioso.
Tomé asiento en uno de los bancos, con el viento golpeándome la cara. Abrí mi bolso y saqué mi cuaderno de dibujo. Con manos temblorosas, dibujé sin prestar atención a los trazos. Cuando terminé, arranqué la hoja con cuidado, la doblé en cuatro partes y busqué un lugar donde esconderla.
Entré en el faro y me quede observando un momento la ciudad. En silencio coloque el dibujo en un lugar difícil: una pequeña grieta entre los ladrillos del faro, apenas visible si uno no se fija bien. Allí, entre la piedra y la historia del lugar, escondí mi dibujo, esperando que algún día, cuando me sintiera perdida, pudiera volver a buscar una guía.
Al leerlo, no puedo evitar imaginarme a papá molestando a mamá. De hecho, también es así conmigo. Siempre haciéndome bromas, algunas muy tontas, como aquella vez en Halloween.
Estaba buscando una sábana para disfrazarme de fantasma cuando, de repente, se fue la luz. Me quedé quieta, con el corazón latiéndome rapidísimo; entonces vi una sombra cerca de mi habitación. Pensé que era la mía, pero cuando me acerqué, papá pegó un grito espantoso. ¡Casi me muero del susto! Me tiré detrás de la cama, abrazando a Señor Avestruz tan fuerte que casi lo aplasto, y me puse a llorar como una bebé.
Después, papá me abrazó y me pidió disculpas. Me dio un montón de dulces para que dejara de llorar (aunque igual me comí todos, jeje) y me llevó al parque a jugar a los Cazafantasmas. Según él, era una película vieja que veía la abuela cuando era joven, donde unos señores cazaban fantasmas con una mochila rara en la espalda. Yo no entendí mucho, pero correr y atrapar "fantasmas invisibles" fue divertido.
Pero la siguiente fecha me deja pensando un poco. Eso que dijo el abuelo... "callejera e incluso una adicta".
¿"Callejera" era algo malo? ¿Es malo salir a caminar o a dibujar en el parque? Mamá amaba salir... ¿eso la hacía mala? Y eso de "adicta"... sé que las adicciones son malas porque nos lo dijeron en la escuela, pero... ¿mamá estaba enferma? ¿A qué era adicta?
Y si papá era su amigo de salidas y risas... ¿por qué el abuelo hablaba tan feo de él? ¿Qué hizo papá para que el abuelo no lo quisiera?
Todas esas preguntas me hacen un nudo en la barriga. No sé las respuestas, y eso me asusta un poco. Lo único que sé es que mamá sonreía en esas fotos que tenemos en casa, sonrisas de verdad, de esas que llegan hasta los ojos. Y papá siempre estaba a su lado. Quizá, después de todo, mamá era feliz... aunque el abuelo no lo viera así.
Sigo buscando más páginas que hablen sobre el faro, pasando esta vez más despacio las hojas, como si fueran muy frágiles y pudieran romperse con solo mirarlas. A mi alrededor, varios hombres están sentados en las bancas del parque. Algunos conversan como si se conocieran de toda la vida, otros comen alguna fruta con calma y otros solo observan a la gente pasar, como si estuvieran esperando que algo mágico ocurriera frente a sus ojos.