-¡Ya no puedo…!, pensaba la gaviota mientras hacía su mejor esfuerzo por seguir volando.
A su alrededor, un grupo de al menos cien gaviotas volaban junto a ella sobre el mar, envueltas en una brisa salada que las ayudaba a flotar en el aire cálido y húmedo de la noche. Se dirigían hacia el norte, hacía un clima más templado, dejando atrás los muelles del puerto donde había atracado el invierno. Si se las veía desde tierra firme, o en este caso desde el mar, las gaviotas formaban una enorme figura con forma de letra V en el cielo, aunque desprolija porque el viento a veces las desordenaba, pero luego ellas volvían a juntarse, a formar esa letra V donde cada una tomaba la posición que le correspondía: las más jóvenes volaban adelante, las más viejas volaban atrás. Pero si se prestaba atención, podía verse que una de las gaviotas se iba separando de aquel grupo, como si un hilo invisible la retuviera en el aire. Desde aquella gran altura por donde viajaban las gaviotas, el mar, allá abajo, parecía estarse quieto, como si estuviera dibujado, unas tiras largas y blancas se formaban en las crestas de las olas, y en el horizonte interminable, unos pequeños destellos lejanos y azules brillaban con alegría… ¡Pero nuestra gaviota no tenía tiempo de andar contemplando el paisaje! Ella se esforzaba por volar, por mantener el ritmo que sus compañeras le imponían, aunque sus alas estaban tan pesadas que apenas podía moverlas.
¡No puedo! Volvió a pensar preocupada la gaviota.
Levantó la mirada y agitó sus alas lo más rápido que pudo, pero el resto de sus compañeras seguían adelante, y nuestra gaviota comenzó a darse por vencida. Las otras gaviotas miraban todas hacia adelante, y no la veían quedarse cada vez más atrás, hasta que, en un determinado momento, sus compañeras de viaje se habían alejado tanto que ya casi no las podía ver.
Sólo quedan estrellas, pensó la gaviota, tristemente.
Y era verdad, ahora sólo quedaban aquellas estrellas que centellaban en el cielo como puntos azules de un mapa indescifrable. La gaviota se miró las alas, las vio manchadas de negro, pegajosas, pesadas. Esa era la razón por la que ya no podía volar: había tenido un accidente en el mar. Ella y sus compañeras habían emprendido la aventura de todos los años, volaban desde el muelle de aquel puerto donde vivían hacia un lugar más cálido, y para eso debían afrontar un viaje largo y peligroso, que involucraba cruzar el mar hacia esas playas de arenas blancas y agua tibiecita. Pero sucede que durante aquella tarde, las gaviotas más viejas que eran también las más sabias, habían decidido hacer una pausa posándose en un islote que flotaba libremente en el mar. Y ahí estaban, todas ellas descansando en aquel islote que no era más grande que el patio de un colegio no muy grande, conversaban acerca de lo que suelen conversar las gaviotas a la hora de descansar, cuando una ola había acercado una inmensa mancha de aceite que había sido arrojada al agua por algún barco porta contenedores que surcaba el océano. Aquella mancha negra se había acercado a toda velocidad hacia las gaviotas, pero todas ellas habían logrado reaccionar a tiempo, dar aquel salto que las había salvado. Todas menos una: nuestra gaviota
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Editado: 15.06.2024