La sangre despierta

Capítulo 9—Entre la luna y la muerte

Una luna de tono acerado colgaba del cielo azul oscuro como un clavo celestial. Su luz gélida teñía de verde fantasmal los espesos bosques.

El viento silbaba entre los árboles, agitando las copas en un susurro largo como un lamento. A lo lejos, un aullido de lobo desgarraba el silencio, cruzando los valles de la Cordillera Brumosa, viajando entre las estrellas, hasta colarse en los oídos de alguien… alguien encadenado dentro de una caverna.

Elina yacía encogida sobre el suelo húmedo. Sus ropas eran harapos. Su cuerpo, cubierto de heridas.

Llevaba ya siete días prisionera en las catacumbas secretas de la Orden de la Espada de Aegiria.

El día en que derrotó al espadachín negro, el Maestre Lin, en un acto de cobardía, la envenenó por la espalda. Luego, frente a todos, la acusó de haber robado una técnica sagrada del templo. Los discípulos, confundidos por la autoridad de su maestro, la despreciaron como una ladrona.

Elina fue arrastrada a esta prisión, y desde entonces, cada día, el Maestre Lin descendía para interrogarla.

—¿De dónde sacaste esa técnica? ¿Quién te la enseñó?

Porque en un continente donde el poder dicta el orden, una técnica suprema no tiene precio. Y Lin, astuto y ambicioso, lo sabía bien. Elina no había mostrado su verdadera fuerza… pero incluso lo poco que dejó ver bastó para despertar su codicia.

Pero Elina no habló.

Sabía cómo jugaba ese viejo zorro. Si hablaba, su arte sería convertido en propiedad del templo. Y ella… en una “ladrona ejecutada por traición”.

No.
No moriría aquí.
Tenía cosas más importantes por hacer.

Pero ¿cómo sobrevivir?
Herida. Encadenada. Sin comida. Torturada.
¿Cómo?

Respiró con dificultad. A través del muro de rocas que sellaba la entrada, veía la luna. Su luz plateada danzaba entre lágrimas secas y ojos enrojecidos.

Esa luna…
tan libre,
tan lejana.
Bañaba los templos y jardines donde los poderosos dormían en paz…
pero no alcanzaba este rincón oscuro.

Elina sonrió amargamente. Cerró los ojos.

Su energía vital estaba casi agotada.
Su “Ruptura de los Nueve Cielos”, que había alcanzado el tercer nivel, ahora había retrocedido.
Años de entrenamiento… perdidos en días.

El viejo maestro suyo decía que esta técnica era la más poderosa jamás creada. Que alcanzando el noveno nivel uno se volvía invencible.

“El mundo te temerá,” decía él.

Elina siempre pensó que exageraba. Pero una cosa era cierta: era difícil.

Le tomó diez años llegar al tercer nivel.
Y ahora… estaba de vuelta en el segundo.

Un dolor profundo le apretó el pecho.

En medio del silencio, el sonido de gotas de agua empezó a resonar.

Elina se arrastró.
Las cadenas chirriaban contra el suelo.
Tardó minutos en alcanzar la pared. Se apoyó con todo su peso.

Allí, entre las rocas húmedas, el agua rezumaba lentamente.

Esa agua la había mantenido con vida.

Cada medianoche, pequeñas gotas aparecían.
Y ella, como un animal herido, esperaba.
Bebía.
Y sobrevivía.

Bebió un poco. El frío del líquido le devolvió un leve aliento.
Tocó su rostro.
Las cicatrices falsas se habían desvanecido con el agua.

No importaba.
Allí no había nadie.

Alzó la vista, sin pensar… y su mirada se detuvo.

Frente a la caverna, una roca solitaria sobresalía del borde del acantilado.
Y sobre esa roca, la luna.

Redonda, luminosa.
Parecía colgada del cielo por el filo de la montaña.

Y bajo esa luna…
alguien danzaba con una espada.

Un guerrero.
Vestía túnicas amplias, que el viento elevaba como alas.
Sus movimientos eran poesía.
Trazos invisibles entre la niebla y la luz lunar.

No era un duelo. Era un arte.
Una ofrenda a los dioses.
Un poema con acero.

Elina contuvo el aliento.
Jamás había visto algo tan hermoso.

Y entonces… un leve ruido la interrumpió.
Una sombra cubrió la entrada de la cueva.

No lo notó.

Solo cuando alguien carraspeó, se giró bruscamente.

—¿Arya?

La joven de rojo estaba de pie en la entrada.
¿Qué hacía allí… a medianoche?

Elina quiso volver a mirar hacia la roca.
Pero la figura danzante ya no estaba.

Una punzada de vacío la cruzó.

¿Fue real? ¿Un ángel de la luna?

Arya no se percató de su distracción.

Encendió una pequeña lámpara.
La luz parpadeante reveló a Elina… y por primera vez, Arya se quedó sin palabras.

Era hermosa.

No solo bella: delicada, perfecta.
Demasiado.

Arya, que siempre se creyó superior, sintió un vacío en el estómago.
Elina no solo era fuerte. También era peligrosa.

Y eso no podía permitirse.

La luz de luna convertía el bosque en una pintura silenciosa.
Elina, encadenada, parecía una diosa caída.

Y Arya sintió miedo.

Miedo de perderlo todo.
A Zair.
Al futuro.
A su gloria.

No. Ni siquiera un riesgo.

Sonrió.

—Elina —dijo con falsa dulzura—, vete. Lárgate. No vuelvas jamás.

Elina la miró, sin hablar.

—Zair y yo estamos comprometidos. No quiero verte cerca de él nunca más.

Elina sonrió.
—Tampoco quiero verlo.

Arya frunció los labios.
—No digas eso sólo por orgullo. Desaparece.

Se agachó, fingiendo desatar las cadenas.
Pero tocó una piedra oculta, liberando un mecanismo.

—¡Hermana! —una voz masculina la sorprendió.

Arya se sobresaltó. Era el cuarto hermano, a cargo de la vigilancia.

Giró. En ese momento, su brazalete se enganchó con la manga de Elina.
La tela se rasgó.

—¡No mires! —dijo Arya—. No es apropiado.

El hermano desvió la vista.

—Hermana, el maestro te llama. Un noble ha llegado: el preceptor del príncipe de Ilyria.




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