La sangre despierta

Capítulo XIV — Tormenta y Truenos

Llovía.

La tormenta estalló en plena medianoche, repentina y furiosa, como si el cielo se hubiera rasgado y el océano cayera en vertical. En un instante, miles de pequeños riachuelos surcaron la tierra empapada.

Pei Yuan salió del salón principal bajo una sombrilla de papel aceitado, con dos doncellas a su lado: una sujetaba el paraguas, la otra llevaba una linterna para iluminar el camino. El viento y la lluvia eran tan intensos que la linterna de papel titilaba peligrosamente. La doncella, esforzándose por protegerla con su capa impermeable, no pudo evitar que una ráfaga repentina y salvaje la apagara.

Antes de que pudiera disculparse, Pei Yuan le cruzó el rostro con una bofetada. Sus uñas afiladas dejaron un rastro sangriento sobre la mejilla de la muchacha. La sangre comenzó a correr, pero la niña no se atrevió a llorar, tan solo se encogió bajo la lluvia con la linterna apagada entre las manos.

—¡Inútil! ¡Ni siquiera puedes cuidar una linterna! —Pei Yuan alzó la vista hacia el cielo oscuro y tempestuoso, sintiendo una irritación inexplicable treparle por la espalda. Se ajustó la capa con un ceño fruncido y se apresuró a entrar en su solitario pabellón, “El Pabellón del Loto Azul”.

—No se acerquen al porche. No quiero que ensucien el suelo —ordenó, desdeñosa. Pei Yuan odiaba las interrupciones y tenía manías de limpieza enfermizas. Por eso había elegido la residencia más tranquila y elegante del complejo. Las criadas, acostumbradas a su temperamento, respondieron en voz baja y retrocedieron hasta el borde del pórtico.

Afuera, la tormenta rugía como látigos de dioses azotando la tierra; adentro, la oscuridad era absoluta y sin movimiento.

Pei Yuan empujó la puerta.

Un chirrido largo y áspero llenó el aire mientras la hoja se abría lentamente. Con la mirada baja y despreocupada, apenas alcanzó a distinguir una línea de agua sobre el suelo de madera.

Algo en su interior se tensó.

Reaccionó al instante, lanzándose hacia atrás como una centella.

Pero ya era tarde.

¡Zas!

Un destello blanco rasgó la oscuridad. Una silueta negra emergió de las sombras como un relámpago, blandiendo un cuchillo que se dirigió directamente a su rostro con una velocidad mortal.

¡Ssshhh!

El sonido sutil de la carne siendo cortada retumbó en los oídos de Pei Yuan. Sintió un escalofrío y un dolor punzante en la sien izquierda. Un instante después, su ojo izquierdo fue cubierto por una cortina de sangre.

Todo se volvió rojo.

Incapaz de ver a su atacante, Pei Yuan supo que solo una reacción rápida le salvaría la vida. Reprimiendo el dolor, desenvainó su espada. Un destello como de estrellas danzó en el aire cuando agitó la hoja. En un momento de desesperación, desató la técnica más poderosa que su maestro le había enseñado: la Espada del Cielo Abierto.

Su oponente, consciente del poder de ese ataque, no lo enfrentó de frente. Se deslizó a su lado como un pez ágil, y al pasar, asestó otro tajo a su sien derecha.

¡Más sangre!

Una segunda cascada escarlata nubló completamente su vista.

Los cortes eran precisos, crueles. Su rostro, su bien más preciado, estaba siendo destruido con una precisión escalofriante.

Desesperada, Pei Yuan canalizó su energía más oscura. Embadurnó su espada con su propia sangre. La hoja comenzó a brillar con un resplandor carmesí enfermizo, burbujeando como si estuviera viva, cubierta de lo que parecían ser diminutas arañas venenosas.

Era la técnica secreta de la realeza del Imperio Ta Yuan: el Arte Prohibido de la Sangre.

El atacante, al ver aquella luz maldita, huyó en silencio. Con una patada en el marco de la puerta, giró en el aire y desapareció en la lluvia, tan veloz como una sombra de halcón.

Pei Yuan quiso perseguirlo. Su energía la impulsó como un relámpago, lista para lanzar una estocada mortal.

Pero algo resbaloso cruzó su camino. Un roce apenas perceptible le hizo soltar su espada.

¡Clang!

La espada cayó al suelo. Asustada, pensó que aún había otro enemigo en la habitación. Entre la niebla de sangre que cubría sus ojos, apenas logró distinguir una silueta redonda y borrosa.

Intentó moverse, pero tropezó con algo invisible.

Y entonces, el verdadero horror comenzó: las heridas en su rostro comenzaron a picar. Una comezón insoportable, como si miles de insectos escarbaran en su piel.

Trató de tocar las heridas, pero solo las empeoró. Gritó:

—¡¡Alguien!! ¡¡Traigan agua!! ¡¡Llamen al médico imperial!!

Silencio.

Las criadas que momentos antes había humillado, permanecían quietas bajo la lluvia, con las lámparas apagadas y rostros indiferentes.

Observaban con frialdad cómo la mujer orgullosa y cruel se revolvía entre gritos, el cabello empapado cayendo en cascada, la sangre tiñendo las baldosas inmaculadas de su pórtico sagrado.

—¡Ayyyuda... por favor... alguien...!

Nadie se movió. Nadie respondió. La tormenta formaba muros de agua cristalina que separaban sus miradas de odio acumulado durante años.

Pei Yuan corrió desesperada por el pasillo, tropezando contra columnas, cayendo al suelo.

Sus fuerzas se desvanecían. El picor se volvía locura.

La lluvia empapaba los cortinajes carmesí del pabellón, tiñéndolos como si también sangraran. Ella giraba, gritaba, se desmoronaba.

Cayó sobre los escalones, su largo cabello deslizándose hacia el charco bajo la galería. Extendió la mano, como si pudiera alcanzar una salvación imposible.

Pero no lo logró.

La noche aún era joven. El trueno rugía como una bestia herida.

Y en medio del estruendo, su voz rota se apagó:

—¿Por qué… nadie… me ayudó…?




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