La Santa Trinidad, El Heredero Del Poder.

PROLOGO.

¿QUE SON ELLAS?

En algún lugar desconocido.

La luz de la luna llena bañaba el mundo con un resplandor blanco plateado, iluminando la montaña solitaria con una intensidad casi irreal. Las sombras, robustas y enigmáticas, danzaban entre los árboles, tejiendo figuras que parecían cobrar vida propia. El viento, un susurro helado que descendía de las cumbres, traía consigo un frío cortante, como un filo de cuchillo que cortaba el aire. Las ramas desnudas de los árboles crujían en respuesta, resonando como si compartieran el lamento de la noche.

La paz ilusoria de la luna era solo un espejismo. El lugar estaba impregnado de una inquietud oscura, una sensación de que algo maligno acechaba entre las rocas y las sombras. El aire, espeso y denso, estaba saturado de un miedo que tensaba los músculos y erizaba la piel. Cada susurro del viento parecía transmitir promesas de tormento y desesperanza.

En el corazón de la pradera, la hierba húmeda y fría se enroscaba alrededor de un joven que yacía, retorciéndose en la agonía. Su aliento era un hilo frágil, y con cada intento de moverse, la tierra absorbía el calor que aún quedaba en él, como un ladrón sin piedad. Sus dedos, desechos y sangrientos, se hundían en la tierra blanda, buscando un último anhelo de vida. Su rostro, pálido y empapado de sudor, mostraba los rastros de una batalla perdida; la sangre se deslizaba a raudales, entrelazándose con lágrimas que brotaban sin control, un reflejo del tormento que lo devoraba por dentro.

Los huesos de sus piernas asomaban en ángulos grotescos, como astillas rotas de un árbol caído, y su brazo izquierdo se encontraba destrozado, colgando en una posición imposible. La piel desgarrada pendía en tiras, y sus hombros, dislocados y retorcidos, parecían al borde de separarse. Tenía heridas abiertas en su espalda, y cortes profundos que recordaban la forma de una garra, goteaban sangre en un flujo interminable. El joven temblaba en convulsiones violentas, emitiendo gemidos que resonaban en la noche como los lamentos de un animal herido.

Con cada esfuerzo, su voz se quebraba, un débil susurro de dolor y llanto: "¿Hay alguien...?" resonaba en su mente, un grito mudo perdido en el viento helado, saturado de desesperanza. Sus ojos, empañados por el dolor, miraban al vacío, deseando que alguien, en algún lugar cercano, sintiera su sufrimiento y acudiera en su ayuda.

Detrás de él, tres figuras emergían de las sombras, imponentes y hermosas, como espectros de la muerte. Sus siluetas eran la perfecta fusión de voluptuosidad y misterio, con cabelleras que caían en cascada, tan oscuras que absorbían la luz. Aunque sus rasgos se mantenían sumidos en la penumbra, una belleza etérea irradiaba de ellas, haciendo que el aire alrededor vibrara con una energía peculiar.

—De verdad pensé que esta vez lo habíamos encontrado —susurró Laquesis, su voz era suave y sedosa, pero con un filo que cortaba como un cuchillo. Sus ojos, fríos y desafiantes, se clavaban en el joven con una curiosidad despectiva. Sus pupilas brillaban en la oscuridad como llamas diminutas, y su sonrisa, era una línea cruel que trazaba la anticipación.

Laquesis, de figura voluptuosa, parecía esculpida por un maestro artesano, con curvas que fluían como miel, seductoras y letales al mismo tiempo. Cada uno de sus movimientos era un hechizo que atraía la mirada, y su cabello, negro y denso, rozaba la cintura como una corriente de sombras vivientes.

—Estoy harta de esta maldita búsqueda —gruñó Cloto, su voz era como un trueno que amenaza con estallar. Su rostro era una máscara de dureza, surcado de líneas de frustración y cansancio. Era la polaridad de su hermana: Laquesis era exuberante; Cloto era frágil, como una rama al borde de romperse, pero su aura emanaba una vibración feroz, una promesa de venganza.

Con su cabello castaño cayendo en cascada hasta la mitad de la espalda, Cloto exudaba un peligro que quemaba el aire a su alrededor. Sus ojos, dos brasas encendidas, desafiaban a la muerte misma. La hierba bajo sus pies se marchitaba, y las hojas caían como si fueran conscientes del horror que se desataba.

—Deberíamos dejar esta estupidez Y empezar a matar humanos hasta encontrar al que estamos buscando —sugirió Cloto, su voz cortante como un cuchillo. Sus ojos ardían con una ferocidad inquebrantable — Estoy cansada de buscar en vano, harta de seguir pistas falsas y perder el tiempo. Es hora de tomar medidas drásticas. —Cloto fijó su mirada en el joven, atravesándolo con un odio que podría quemar.

—Por primera vez, estoy de acuerdo contigo, hermanita —respondió Laquesis, una risa macabra salio de sus labios. Su sonrisa, retorcida, iluminaba la penumbra, revelando una locura que abría una grieta en la noche. Era como si renaciera en ese instante, y su rostro, antes desilusionado, ardía con una energía que devoraba el aire.

Laquesis se acercó al chico con la agilidad de una pantera, su mirada fija en la pierna izquierda del joven. Con una sonrisa cruel, lo levantó, como si fuera un muñeco sin peso, y la presión de su mano hizo crujir los huesos, un sonido que resonó como un aviso mortal.

Con facilidad sobrenatural, lo suspendió en el aire con una sola mano. El joven, completamente a merced de Laquesis, sintió su cuerpo colgando inerte, como si fuera una marioneta sin alma. Sus ojos, desorbitados, se encontraron con los de ella, llenos de miedo y desesperación.

Laquesis lo sostuvo un momento, estudiándolo como si fuera un objeto de deseo, y luego lo acercó a su rostro. Su aliento, frío y dulce como el hielo, le acarició la mejilla, helándole la sangre.

—Hay algo que no entiendo —preguntó, mientras su dedo índice derecho apuñalaba el abdomen del chico, perforando la piel una y otra vez, como si perforara un trozo de gelatina. El chico gritaba con lamentos desgarradores. —¿Cómo es posible que nos sintamos atraídas a él si no es el que estamos buscando? —su voz tenía un matiz de diversión, disfrutando de cada segundo de su sufrimiento.



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En el texto hay: historia, angeles guardianes, ángeles.

Editado: 21.12.2024

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