"La sangre no se lava fácilmente"
El agua golpea mi piel con fuerza, casi hirviendo. Me inclino hacia adelante, apoyando las manos en las frías baldosas, dejando que el vapor me nuble la vista y me arda la garganta. Respiro hondo. Una. Dos. Tres veces. Pero la rabia sigue ahí, atrincherada en mi pecho.
Las gotas arrastran la sangre seca, trazos oscuros que serpentean por mis brazos antes de desaparecer por el desagüe. Podría restregarme hasta arrancarme la piel y aún sentiría su hedor pegado a mis huesos.
Pienso en su cara. En sus ojos desorbitados cuando supo que su final estaba en mis manos. En el gorgoteo de su última exhalación cuando el cuchillo cortó más profundo de lo esperado. Se merecía una muerte peor, pero no había tiempo para alargar su agonía. La traición tiene un precio, y yo me aseguro de que todos lo paguen con intereses.
Mi padre estaba satisfecho. Me miró con orgullo, con ese brillo sádico en los ojos. “Buen trabajo, hijo”, murmuró antes de alejarse como si lo de esta noche no fuera más que otro trámite, otro nombre tachado en la lista.
Para él, esto es un negocio. Para mí, es más que eso.
Me paso las manos por la cara, empujando el cabello mojado hacia atrás. El cansancio me pesa en los músculos, pero la adrenalina sigue corriendo en mi sangre.
Necesito más.
El vacío que se instala en mi pecho después de cada muerte es insoportable. Solo se llena con el miedo en los ojos de la próxima víctima, con el sonido de los huesos quebrándose bajo mis puños, con la sangre tibia en mis manos.
El agua se enfría y salgo de la ducha. Me miro en el espejo, sin reconocer del todo al hombre que me devuelve la mirada. La bestia en la que mi padre me convirtió. - Sonrío. -
No importa cuántas veces me bañe, la sangre sigue ahí. Y no me molesta.
El sonido estridente de mi celular me arranca de un sueño que ni siquiera recuerdo. Parpadeo un par de veces, con la vista clavada en el techo. El cansancio ha hecho estragos en mí, tanto que ni siquiera tuve fuerzas para quitarme la ropa antes de caer rendido sobre la cama. Aún puedo sentir en mi piel el rastro del sudor seco, el eco de la sangre ajena sobre mis manos, aunque ya no esté allí.
La melodía sigue sonando. No necesito mirarla para saber quién es. La reconocería en cualquier lugar, a cualquier hora. Mi padre.
Respiro hondo antes de contestar, como si eso sirviera de algo.
Suelto una risa sarcástica y dejo caer el teléfono sobre el colchón.
—Buen día para ti también, padre… —murmuro con ironía, pasando una mano por mi rostro.
Siempre hemos sido su proyecto. Sus peones. Peones bien entrenados, refinados y letales, pero peones al fin. Sus mejores soldados. Cada uno con un papel asignado.
Víctor se encarga de acabar con los traidores.
Marco, de cerrar los tratos.
Y yo… Yo soy el que garantiza que todo funcione, que los negocios salgan bien, que la maquinaria nunca se detenga.
Un trabajo limpio, eficaz, sin margen de error.
Paso una mano por mi cabello, despeinándolo aún más antes de finalmente levantarme. El sol apenas comienza a colarse entre las cortinas gruesas del penthouse, tiñendo la habitación con un brillo apagado. Afuera, la ciudad sigue con su ritmo habitual, ajena al mundo donde me muevo. Un mundo donde la lealtad es un espejismo y la traición se paga con sangre.
Tomo mis llaves y bajo al estacionamiento. Mi Vortex me espera, negro, imponente, tan silencioso y letal como una sombra en la noche.
Otro día. Otro trabajo. Otra bala lista para ser disparada.
¿Qué les parece Francisco?
Espero que les guste le tercer capítulo de esta historia. Los leo!!
Att. Pamela Fernández