Una bala, ¿podría solucionar el problema?
El rugido del motor de mi Vortex se apaga en cuanto lo estaciono a las afueras del galpón. Es el mismo sitio en el que estuve hace apenas 24 horas, el mismo donde alguien imploró por su vida y terminó con un balazo entre ceja y ceja. La historia de siempre.
Mis hombres llegan detrás de mí en sus camionetas negras, formando una línea de espera como si anticiparan que algo podría ocurrirme en cualquier momento. No son paranoias, es simplemente el negocio.
Los hombres de mi padre me reciben con la misma frialdad de siempre, todos armados, todos ubicados en posiciones estratégicas. La seguridad aquí es impenetrable, un recordatorio de que la confianza no es más que una moneda de cambio en este mundo.
Lo observo sin mucho interés, pero asiento en respuesta.
Sin más, me encamino hacia la gran puerta de metal que da paso al interior del galpón. Aquí se maneja todo. Es la base de operaciones, el verdadero corazón de nuestros negocios. Mi abuelo, Antonio, dejó en claro que los negocios debían mantenerse alejados de nuestro hogar. Sabia decisión.
El "galpón", como solemos llamarlo, es mucho más que un simple almacén. Para algunos es una fortaleza, para otros, una mansión de lujo. Pero para mí es un lugar donde la vida y la muerte se negocian con la misma facilidad con la que se pide un café. Aquí hay una sala de reuniones, un espacio para retener a los que se atreven a traicionarnos, una sala de tortura, oficinas para cada miembro de la familia y, por supuesto, ciertas comodidades. A veces, los trabajos se extienden más de lo esperado y no hay tiempo para volver a casa.
Llego a la oficina de mi padre y golpeo dos veces antes de abrir la puerta. Allí está él, como siempre, sentado detrás de su enorme escritorio de roble, con un vaso de whisky en la mano. Serio. Imponente. Intocable.
Si hay algo que he aprendido a admirar de Marco Marlowe es su presencia. Su vestimenta impecable, los sacos elegantes que le otorgan esa imagen de autoridad que inspira miedo y respeto en partes iguales.
Deja su vaso sobre el escritorio y se recuesta en su sillón con una sonrisa de satisfacción.
Aprieto la mandíbula, fastidiado.
Marco sonríe con calma, pero su mirada brilla con una advertencia silenciosa. Un depredador analizando a su presa.
Marco suelta una breve risa, como si mis palabras le divirtieran. Luego, gira sobre sus talones y se detiene frente al gran ventanal de su oficina, observando el patio trasero.
Suelto un suspiro pesado, sin ganas de seguir con esta conversación inútil. Las órdenes de mi padre no se debaten, se cumplen.
Salgo de la oficina con paso firme, sin siquiera despedirme. Afuera, mis hombres siguen en sus posiciones, alerta. Siempre alerta.
Subo a mi Vortex y me dirijo a mi oficina, ubicada lejos de la ciudad. Los negocios y la familia no deben mezclarse. Esa es una de las primeras lecciones que aprendí dentro de la Serpiente Blanca.
El terreno donde se encuentra mi edificio fue un regalo de mi madre. Su idea era que aquí construyera mi futuro, que formara una familia. Una vida fuera de la mafia.
Pero no.
En lugar de eso, convertí este sitio en mi propio centro de operaciones, estructurado de la misma manera que el galpón de mi padre. Aquí controlo todo y a todos. Cualquier movimiento sospechoso, cualquier traición, lo sabré antes de que alguien siquiera lo imagine.
Cuando llego, la imponente estructura de mármol y los enormes ventanales me reciben. Un símbolo de poder. En el jardín, cada detalle ha sido diseñado exactamente como lo pidió mi madre. Una contradicción absoluta entre la belleza y el caos de mi mundo.