La Serpiente Blanca

C A P Í T U L O 8

“Soy Francisco Marlowe”

Mis ojos lo observan, incrédula.

“Soy Francisco Marlowe”, repito en mi cabeza con voz burlona, como si esas palabras fueran una broma del destino. Mis conocimientos sobre Marco Marlowe son limitados, pero suficientes: está involucrado en negocios turbios, y quienes se atreven a contradecirlo desaparecen sin dejar rastro. Trago grueso ante la idea de que su descendencia sea de la misma manera, con la misma falta de escrúpulos.

  • ¿Seguirás mirándome o por fin hablaremos de este tonto negocio?— su voz es grave, cargada de desdén.
  • Si te parece tonto, ¿por qué estás aquí?— respondo, sin cambiar mi postura.
  • Para cerrar un trato con el tarado de Lombardi— me sostiene la mirada y sonríe con sorna—. Aunque no sabía que se había hecho una cirugía transgénero.

Lo miro sin pestañear, disimulando la molestia que me provoca su comentario.

  • El señor Lombardi dejó su negocio en mis manos. Y, a juzgar por tu sorpresa, se ve que mucho no te interesa el funcionamiento real de esto. Si así fuera, el mismo estaría aquí— abro mis brazos en un ademán de burla—. Así que, señor Marlowe, ¿dónde está Marco Marlowe? Me gustaría hablar con alguien que realmente sepa del tema.

Su rostro cambia al instante. El aire de burla desaparece, dando paso a un gesto tenso, contenido. Sus pómulos se marcan como si con solo la mención de su padre una fibra interna hubiera sido tocada con violencia.

  • Mi padre me envió aquí para cerrar el trato con Lombardi. Así que trae a ese maldito hijo de puta— su voz es un filo cortante, y la expresión de sus ojos me advierte que lo he hecho enojar—. Mueve tu maldito trasero y llévame con tu jefecito.
  • No sé quién te has creído que eres, pero el señor Lombardi no es nada de lo que dices— mantengo la compostura, seria, firme. Aunque en mi interior piense que Lombardi es un patán, no permitiré que este tipo lo insulte de esa manera. Respiro hondo y continúa—. Y fue él mismo quien me instruyó para atender esta reunión. Así que aceptas y hablamos de lo que realmente importa, o no solo tendrás problemas con Lombardi, sino también con tu padre.

Sus ojos destellan ira.

  • No te atrevas a hablar de mi padre— advierte con un tono bajo y amenazante.
  • Hablo de lo que quiero— lo señalo con el índice—. Decídete.

El silencio se extiende. Me analiza como si pudiera leerme con la mirada, como si intentara detectar la más mínima debilidad. No me muevo, permanezco intacta, resistiendo su escrutinio como si mi quietud pudiera hacerme invisible.

Finalmente, sin dar una respuesta, se levanta y se acerca a la gran ventana de la oficina. Observa la ciudad con una expresión indescifrable. El silencio se vuelve pesado, asfixiante.

  • No negociaré contigo— rompe el silencio con firmeza—. No pondré en peligro mi negocio con una mujer, mucho menos con alguien que no conoce este mundo.
  • No tienes idea de cómo trabajo— le reprocho, alzando el mentón—. No puedes juzgarme sin conocerme.

Francisco no responde. Me observa por un instante más, luego gira sobre sus talones y se dirige a la puerta. La cierra con un golpe seco al salir.

Mi mirada desconcierta se mantiene fija a la puerta. Me mantengo inmóvil, me ha insultado, criticado la forma en la que trabajo sin tan siquiera haber leído alguno de mis trabajos. Frustrada golpeo la mesa, como si de esa manera todo lo que llevaba conteniendo desde está manera saliera fuertemente de mi cuerpo, como un impulso en el que la única manera en la que pudiera liberarme de él, fuera de esta manera.

Anna entra, la veo caminar con rapidez.

  • ¿Señorita que es lo que acaba de pasar? – pregunta como si yo tuviera exactamente esa respuesta. Pero lo único que se es que ese famoso Marco Marlowe tiene descendencias, y no son para nada agradables. Tal como lo había imaginado, desde que oí su nombre –
  • No tengo idea Anna, no tengo idea – dijo aún con la mirada fija en la puerta. La misma que hace instantes aquel hombre, de aspecto rudo acababa de marcharse. –

Francisco Marlowe

El sonido del despertador lo saca del sueño. Las seis de la mañana. Había llegado hace cuatro horas a Bellagio, unas cuantas copas hicieron que callera en un profundo sueño. La sola idea de tener que tratar con aquel hombre que tanto detestaba, hacía que un feo agujero se forme en su garganta, como cuando tienes un horrible sentimiento, y no sabes o no conoces la forma de hacerlo salir. Francisco se levanta sin dudar, como un reflejo condicionado. Su rutina comienza con una sesión de boxeo; los golpes certeros contra el saco lo ayudan a despejar su mente, a canalizar la tensión.

La sola imagen de Lombardi, hace que sus golpes se vuelvan más fuertes, más dinámicos.

A mitad del entrenamiento, Max, su informante y mano derecha, entra al gimnasio privado. Su expresión es seria, como siempre. Todo aquel que se había metido en este negocio, había perdido el motivo de sonreír. Este no era un trabajo para cualquiera, y tampoco podíamos dejar que cualquiera trabaje para nosotros.

  • Lombardi no está en Bellagio— informa sin preámbulos—. Se fue de viaje hace cuatro días.




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