“Soy Francisco Marlowe”
Mis ojos lo observan, incrédula.
“Soy Francisco Marlowe”, repito en mi cabeza con voz burlona, como si esas palabras fueran una broma del destino. Mis conocimientos sobre Marco Marlowe son limitados, pero suficientes: está involucrado en negocios turbios, y quienes se atreven a contradecirlo desaparecen sin dejar rastro. Trago grueso ante la idea de que su descendencia sea de la misma manera, con la misma falta de escrúpulos.
Lo miro sin pestañear, disimulando la molestia que me provoca su comentario.
Su rostro cambia al instante. El aire de burla desaparece, dando paso a un gesto tenso, contenido. Sus pómulos se marcan como si con solo la mención de su padre una fibra interna hubiera sido tocada con violencia.
Sus ojos destellan ira.
El silencio se extiende. Me analiza como si pudiera leerme con la mirada, como si intentara detectar la más mínima debilidad. No me muevo, permanezco intacta, resistiendo su escrutinio como si mi quietud pudiera hacerme invisible.
Finalmente, sin dar una respuesta, se levanta y se acerca a la gran ventana de la oficina. Observa la ciudad con una expresión indescifrable. El silencio se vuelve pesado, asfixiante.
Francisco no responde. Me observa por un instante más, luego gira sobre sus talones y se dirige a la puerta. La cierra con un golpe seco al salir.
Mi mirada desconcierta se mantiene fija a la puerta. Me mantengo inmóvil, me ha insultado, criticado la forma en la que trabajo sin tan siquiera haber leído alguno de mis trabajos. Frustrada golpeo la mesa, como si de esa manera todo lo que llevaba conteniendo desde está manera saliera fuertemente de mi cuerpo, como un impulso en el que la única manera en la que pudiera liberarme de él, fuera de esta manera.
Anna entra, la veo caminar con rapidez.
Francisco Marlowe
El sonido del despertador lo saca del sueño. Las seis de la mañana. Había llegado hace cuatro horas a Bellagio, unas cuantas copas hicieron que callera en un profundo sueño. La sola idea de tener que tratar con aquel hombre que tanto detestaba, hacía que un feo agujero se forme en su garganta, como cuando tienes un horrible sentimiento, y no sabes o no conoces la forma de hacerlo salir. Francisco se levanta sin dudar, como un reflejo condicionado. Su rutina comienza con una sesión de boxeo; los golpes certeros contra el saco lo ayudan a despejar su mente, a canalizar la tensión.
La sola imagen de Lombardi, hace que sus golpes se vuelvan más fuertes, más dinámicos.
A mitad del entrenamiento, Max, su informante y mano derecha, entra al gimnasio privado. Su expresión es seria, como siempre. Todo aquel que se había metido en este negocio, había perdido el motivo de sonreír. Este no era un trabajo para cualquiera, y tampoco podíamos dejar que cualquiera trabaje para nosotros.