Isabella
El grito escapa de mis labios antes de que pueda siquiera pensar en contenerlo.
—¡Papá! —mi voz retumba por toda la casa, haciéndome eco en las paredes mientras sostengo la carta entre mis dedos temblorosos.
Escucho pasos apresurados desde la cocina, el sonido de una silla siendo empujada y luego, en menos de cinco segundos, la figura de mi padre aparece en el umbral de la sala. Con el ceño fruncido y respirando con dificultad, me observa con una mezcla de preocupación y alarma.
—Por el amor de Dios, Isabella, ¿qué sucede? No voy a llegar a los cincuenta si sigues pegando esos gritos.
Me río, incapaz de contener la emoción que me embarga. La felicidad me brota del pecho, imposible de detener. Le dedico una sonrisa radiante antes de agitar la carta en el aire, como si con ese gesto pudiera transferirle mi emoción.
—¡Me invitaron al concierto, papá! ¡Voy a abrir el espectáculo en el New Amsterdam de Nueva York!
Por un instante, el silencio nos envuelve. Es un momento suspendido en el tiempo, un respiro antes de la tormenta de emociones que se avecina. Entonces, la expresión de mi padre cambia; la preocupación se disuelve y da paso a una alegría sincera. Su sonrisa se ensancha hasta iluminar su rostro, y en un segundo, me envuelve en un abrazo cálido y protector.
—¡Mi niña! —exclama con orgullo, sosteniéndome con fuerza—. Sabía que lo lograrías. Sabía que este momento llegaría.
Cierro los ojos y me dejo abrazar, sintiendo el latido estable de su corazón contra mi oído. Este hombre, mi padre, es la única familia que tengo. Y aunque siempre he tenido una vida cómoda gracias a su trabajo, sé que nada de esto ha sido fácil para él. Criarme solo, después de la muerte de mamá, mientras terminaba sus estudios y construía su carrera como ingeniero en petróleos… Todo lo que tengo, todo lo que soy, se lo debo a él.
Me separo un poco y le sonrío, mis ojos aún brillando de emoción.
—Gracias, papá. Gracias por todo lo que has hecho por mí.
Su mirada se enternece y sacude la cabeza con suavidad.
—No, Isabella. Todo esto es gracias a ti, a tu esfuerzo, a tu dedicación. Siempre has trabajado muy duro. Yo solo he estado aquí para apoyarte.
—Sin ti no habría llegado hasta aquí —replico con firmeza.
Sus labios se curvan en una sonrisa nostálgica y suelta un suspiro. Luego, me acaricia el cabello con ternura y dice:
—Tu madre estaría aún más orgullosa que yo.
Mi sonrisa se congela por un momento. Sé que lo dice con la mejor intención, pero una punzada de tristeza me atraviesa el pecho. Mamá nunca podrá estar orgullosa de mí. Nunca podrá verme sobre el escenario, ni sostener mi mano antes de una gran presentación. Me duele admitirlo, pero la herida de su ausencia jamás ha sanado del todo.
Aun así, obligo a mis labios a formar una sonrisa y asiento con la cabeza.
—Tal vez. Lo que importa es que tú estás aquí.
Papá me observa con detenimiento, como si pudiera leer cada uno de mis pensamientos. Sin embargo, decide no insistir. En su lugar, da una palmada y dice con entusiasmo:
—Esta noche vamos a celebrar. Iremos a cenar a donde tú quieras.
—Con una condición —respondo rápidamente, alzando una ceja—. Quiero ir en metro.
Él suspira pesadamente, como si hubiera esperado esta respuesta. No le gusta el metro, nunca le ha gustado. Siempre ha dicho que es un caos, que no entiende cómo prefiero viajar de esa manera en lugar de ir en auto. Yo disfruto esos momentos; hay algo en observar a la gente, en sentir el movimiento de la ciudad de esa forma, que me despeja la mente.
—Sabes que odio el metro —dice, fingiendo exasperación.
—Y sabes que voy a ir de todas formas. Así que mejor vamos juntos.
Papá me lanza una mirada de resignación antes de soltar una leve carcajada.
—Eres igual a tu madre cuando se le metía algo en la cabeza.
Sonrío, porque me gusta pensar que tengo algo de ella.
Él finalmente cede con un suspiro y asiente.
»Está bien. Iremos en metro. Pero esta vez, tú pagas los boletos.
—¡Hecho! —respondo entre risas.
Nos giramos al mismo tiempo para leer nuevamente la carta. Es real. Es mi momento. Y cuando nuestras miradas se cruzan, compartimos una sonrisa cómplice, la de un padre y una hija que han recorrido juntos un largo camino para llegar hasta aquí.
❤️
El sonido metálico de las vías resuena en la estación del metro, mezclándose con el murmullo de la gente que espera el próximo tren. Papá está a mi lado, con los brazos cruzados y una expresión resignada. No le gusta el metro, nunca le ha gustado, esta noche ha hecho una excepción por mí.
—¿Cuánto falta? —pregunta, echando un vistazo al reloj digital que cuelga sobre nosotros.
—Unos minutos —respondo distraída, porque, de repente, algo capta mi atención.
Una melodía surge de algún lugar lejano de la estación. Es un sonido crudo, vibrante, que se desliza entre el bullicio y llega directo a mis oídos. Mis sentidos se agudizan y mi pecho se aprieta con una sensación extraña, casi visceral. No es la música a la que estoy acostumbrada, no tiene la elegancia de un piano bien afinado ni la profundidad de una sinfonía… pero es apasionada, intensa.
Miro a ambos lados, tratando de encontrar el origen de la música.
—¿Qué pasa? —pregunta papá con el ceño fruncido.
—Escucha.
Él inclina la cabeza, pero sé que no lo percibe como yo. Es mi oído entrenado el que capta cada nota con claridad. Entonces lo veo.
A unos metros de distancia, en un rincón de la estación donde las luces parpadean con un tono amarillento, un joven toca una guitarra. Su cabello negro cae en mechones desordenados sobre su rostro, ocultándolo parcialmente, pero sus manos se mueven con precisión sobre las cuerdas, arrancando cada acorde con un dominio absoluto.
No puedo apartar la mirada. La pasión con la que toca, la entrega en cada movimiento… nunca he visto algo así.