La lluvia caía sobre los techos de mármol del palacio, dibujando riachuelos que serpenteaban entre las piedras del patio. Era una noche oscura, como si el cielo mismo compartiera la tristeza que reinaba en el Castillo Greystone. Entre las altas columnas, un niño de ocho años de cabello negro como la medianoche y ojos rojos como la sangre caminaba de la mano de su madre.
Tom, ¿sabes por qué estamos aquí? —preguntó la mujer a su lado, con la voz teñida de nostalgia y tristeza.
El pequeño la miró con ojos brillantes, pero no respondió de inmediato. Emilia, la mujer que había sido la esposa legítima del emperador en el pasado, le sonrió con ternura y acarició su cabello con dulzura.
Porque el emperador nos llamó —murmuró finalmente el niño.
Su madre asintió y le apretó la mano.
El palacio era majestuoso, pero frío. A pesar de los lujos y la opulencia, Emilia sabía que aquel lugar nunca sería un verdadero hogar. Había pasado nueve años lejos de estos muros, criando a su hijo en tierras lejanas. Pero ahora, el emperador los había traído de vuelta y les había devuelto sus títulos.
Tom Rey.
Ese era su nuevo nombre. Un apellido que le otorgaba un lugar en la historia del imperio, pero que también traía consigo el peso de la traición y la desconfianza.
Al entrar en el gran salón, la mirada afilada de una mujer se posó en ellos. Lady Isolde, la actual esposa del emperador, observaba a Emilia con una sonrisa impecable, pero en sus ojos danzaba una sombra de desprecio.
Bienvenida de nuevo, querida hermana —dijo con una dulzura venenosa.
Emilia no respondió, simplemente inclinó la cabeza con respeto.
Tom sintió una extraña incomodidad ante la presencia de aquella mujer. Aunque tenía un rostro hermoso y una postura elegante, algo en ella le erizaba la piel.
Tres días después de su llegada, su madre fue hallada muerta.
Tom jamás olvidaría aquella escena.
La emperatriz Emilia había sido encontrada muerta, su cuerpo apuñalado en su propia alcoba. La escena era grotesca, pero lo más perturbador era el niño arrodillado a su lado, aferrando su fría mano con desesperación.
¡Madre! ¡Madre, despierta! Dijiste que siempre estarías a mi lado, madre… ¡Por favor, no me dejes!
Su llanto era desgarrador, una súplica que resonó en los pasillos oscuros del castillo Pero nadie acudió a consolarlo. Nadie, excepto las sombras que se cernían sobre él.
Desde las sombras, una figura observaba la escena con una sonrisa de satisfacción antes de desvanecerse en la penumbra.
El asesinato de Emilia fue investigado, pero nunca se hallaron pruebas concluyentes. El caso se cerró, y Lady Isolde fue declarada la única esposa legítima del emperador.
Seis años pasaron.
Tom creció entre las sombras de la traición. No lloró más, no gritó más. Aprendió a esconder su dolor tras una máscara de indiferencia. Ahora tenía catorce años y su mundo estaba a punto de cambiar nuevamente.
El emperador estaba muriendo. Debilitado por la enfermedad, yacía en su lecho de muerte. Su respiración era pesada cuando llamó a Lady Isolde.
Cuida de Tom… por favor…
—Por supuesto, su majestad —respondió ella con una voz dulce. Pero en su interior, se burlaba de la petición—. “¿Quieres que cuide de ese bastardo? Haré su vida miserable. Jamás amaré al hijo de otra mujer”.
Momentos después, Tom fue llamado. Se arrodilló junto al lecho de su padre, observándolo con una mezcla de respeto y tristeza.
El hombre que lo había reconocido como su hijo y que había tratado de restaurar su lugar en el mundo yacía en su lecho de muerte. Tom se arrodilló a su lado, sintiendo por primera vez en años el eco de una pérdida inminente.
Hijo mío… —susurró el emperador con la voz debilitada—. Siento dejarte tan pronto…
Tom apretó los labios, sintiendo un nudo en la garganta.
No hables más, padre…
El emperador tosió y levantó una mano temblorosa para tocar el rostro de su hijo.
—Escucha bien, Tom. Nuestra familia… ha guardado un secreto durante generaciones… —Los ojos del emperador parecían oscurecerse con cada palabra—. Cuando cumplas quince años… empezarás a escuchar a Esder…
Tom sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Esder…?
El emperador asintió.
— Dios de la Muerte. Es un dios fuerte, pero cruel. Su voz envenena el alma susurra al oído de nuestra sangre… se alimenta del odio, de la venganza… La respiración del emperador se volvió más pesadaY cuanto más lo escuchas, más poder te ofrece. Pero ese poder tiene un precio.
El hombre tosió con más fuerza, su voz se volvía más débil.
—No dejes que su sombra te seduzca, hijo mío… no cometas los mismos errores que yo…
Tom lo miró, sintiendo que sus palabras se grababan en su alma.
—Padre…
—Mañana es tu cumpleaños… —El emperador sonrió débilmente—. Prométeme… que serás el mejor emperador…
Y con esas palabras, cerró los ojos para siempre.
La lluvia golpeó con fuerza el suelo del cementerio mientras el ataúd descendía. Ministros, nobles y sirvientes observaban en silencio. Tom se mantuvo firme, con el rostro inexpresivo, pero por dentro, su mundo se desmoronaba.
A su lado, Lady Isolde suspiró con fingida tristeza y le extendió los brazos.
—Ven, llora si lo necesitas —dijo con voz melancólica.
Tom la miró sin moverse.
En su mente, las palabras de su padre resonaban como un eco lejano.
No dejes que su sombra te seduzca.
Isolde lo abrazó con dulzura frente a todos.
Pero en su mente solo tenía un pensamiento: “Te usaré hasta convertirme en la única dueña de esta tierra. Seré la emperatriz absoluta”
.En ese momento, Tom sintió un escalofrío. No podía explicarlo, pero algo en la forma en que Isolde lo abrazaba le resultaba inquietante. Y en lo más profundo de su corazón, sin saberlo aún, la sombra de Esder comenzaba a susurrarle su destino.