La sombra de la leyenda

Historia de la casa de los espejos.

En el corazón del Cádiz antiguo, donde las olas golpean con furia las murallas y el viento arrastra viejas canciones de marineros, se alzaba una casa humilde pero peculiar: la Casa de los Espejos.
Su dueño había sido Esteban, un marinero conocido en todo el puerto por sus largos viajes y su devoción inquebrantable hacia su única hija, Ana.
De cada tierra lejana que pisaba, Esteban traía un espejo para ella: pequeños o inmensos, ornamentados o sencillos, cada uno un reflejo de su amor y de sus promesas de regreso.
Ana creció rodeada de reflejos, de soles fragmentados al amanecer y lunas multiplicadas en la noche. Su habitación era un salón de luces danzantes, de risas y juegos inocentes.
Pero no todos en la casa compartían aquella felicidad.
María, la esposa de Esteban, miraba con recelo el amor que padre e hija se profesaban.
Los celos se transformaron en odio, y el odio en una determinación oscura.
En una noche sin luna, mientras Esteban surcaba océanos lejanos, María ejecutó su plan.
Preparó para Ana un brebaje envenenado, disolviéndolo en su bebida nocturna.
La niña, confiada, aceptó la copa con una sonrisa.
Horas después, Ana dormía un sueño del que jamás despertaría.
Cuando Esteban regresó, roto de fatiga y de ansias por ver a su hija, halló la casa enlutada. María, envuelta en falsas lágrimas, le habló de una enfermedad repentina, de médicos que nada pudieron hacer.
No hubo velorio. No hubo adiós.
Sólo el eco vacío de una risa infantil apagada demasiado pronto.
Pero la verdad, como el reflejo en un espejo, no podía ser ocultada.
Al principio fueron detalles pequeños:
un susurro en el pasillo,
un leve destello en un espejo cubierto,
una sensación de ser observado cuando estaba solo.
Una noche, impulsado por una angustia irreprimible, Esteban subió a la habitación de Ana.
Los espejos lo esperaban.
Y no reflejaban su imagen.
En su lugar, Esteban vio escenas como recuerdos atrapados entre los cristales:
Ana bebiendo el brebaje,
el rostro frío de María vigilándola,
el momento en que la niña cayó al suelo.
Ana, desde algún rincón del más allá, había usado sus amados espejos para mostrar la verdad.
El marinero, desgarrado por el horror y la culpa de no haber protegido a su hija, no dudó.
Al día siguiente, en un acto de entereza, llevó a María ante la justicia.
La mujer fue arrestada y condenada, enfrentándose a las consecuencias de su crimen.
Pero para Esteban, no hubo victoria.
El dolor era demasiado profundo, la culpa demasiado pesada.
No soportando vivir en aquella ciudad llena de recuerdos rotos, empaquetó lo poco que le quedaba y partió de Cádiz para siempre.
Nadie sabe hacia dónde fue. Algunos dicen que se embarcó en el primer navío rumbo a América; otros, que se internó en los pueblos perdidos del interior.
Lo cierto es que jamás se le volvió a ver.
La casa quedó vacía.
Los espejos, abandonados en sus lugares, guardando las últimas imágenes de Ana, las últimas lágrimas de Esteban, los últimos suspiros de María.
Con el tiempo, los curiosos comenzaron a hablar.
Se decía que por las noches, las ventanas de la Casa de los Espejos parpadeaban como si miles de ojos observaran desde dentro.
Que si un valiente se atrevía a entrar, los espejos no mostraban su reflejo, sino sus peores recuerdos.
Y que si te mirabas demasiado tiempo, algo —o alguien— podía cruzar el umbral de cristal y llevarte al otro lado.
La leyenda fue creciendo, tejida entre la niebla de los años.
Hoy, nadie habita esa casa.
Sus muros carcomidos por la sal aún se yerguen en un barrio que prefiere olvidar.
Pero si alguna vez, de noche, pasas cerca, detente un instante.
Mira tu reflejo en los ventanales rotos.
Quizá no veas sólo tu rostro...
Quizá Ana todavía te está esperando para contarte su historia.
O quizá, si tienes mala suerte, algo más te devuelva la mirada.
Después de todo, hay heridas que ni el tiempo puede curar.
Y hay espejos que jamás dejan de reflejar la verdad.



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En el texto hay: leyenda, terror, terrorpsicolgico

Editado: 27.05.2025

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