La frustrante noticia de la venta de la Casa de los Espejos se había asentado en el equipo como una patada en el estómago. La idea de que su aterradora experiencia sería ignorada, borrada por la indiferencia del progreso inmobiliario, los sumió en un estado de urgencia y desesperación. Sabían que el tiempo se agotaba; una vez que los obreros llegaran, cualquier posibilidad de encontrar pruebas o comprender lo que sucedió en la casa se desvanecería entre el polvo y el ruido de la demolición
Decidieron que debían regresar a la casa una vez más, en un último intento desesperado por encontrar algún indicio tangible de la presencia de Ana, de la distorsión temporal o de cualquier otro fenómeno paranormal que pudiera validar su experiencia. Sus recuerdos y la persistente ausencia de sus reflejos eran pruebas insuficientes en un mundo que exigía hechos concretos.
Ante la inminente pérdida de la casa, adoptaron un enfoque más metódico y desesperado. Intentaron grabar audio y video con sus teléfonos, revisaron cada rincón en busca de objetos ocultos que pudieran estar relacionados con la historia de la familia Benítez o con los extraños sucesos, e incluso se atrevieron a susurrar preguntas al vacío, intentando comunicarse directamente con cualquier presencia que aún habitara la casa.
La presión del tiempo y la desesperación agudizaron sus sentidos, haciéndolos más susceptibles a cualquier anomalía, cualquier sombra fugaz o susurro apenas audible. Sin embargo, esta misma tensión los exponía al peligro de la sugestión, interpretando crujidos de la madera o el movimiento de una cortina vieja como evidencia de algo más. Regresar a la casa significaba enfrentarse de nuevo a los ecos de sus terrores individuales, a la atmósfera opresiva que aún persistía en cada habitación, recordándoles la fragilidad de su cordura.
Mientras exploraban el salón, el epicentro de muchas de sus experiencias más aterradoras, notaron que la mecedora que recordaban haber dejado inmóvil ahora se balanceaba suavemente. Un libro antiguo yacía abierto en el suelo, lejos de la mesa donde lo habían visto por última vez. Una cortina descolorida ondeaba ligeramente a pesar de la ausencia de cualquier corriente de aire visible. Por un instante, una chispa de esperanza, tenue pero palpable, se encendió en sus corazones.
—¿Lo veis? —susurró Laura, señalando la mecedora con la mano temblorosa. Se está moviendo sola.
—Y el libro... —añadió Nina, con los ojos muy abiertos. No estaba ahí antes.
James, con una mezcla de cautela y excitación, sacó su teléfono, listo para grabar. —¿Podría ser...?
Se acercaron con cautela al salón, sus corazones latiendo con una mezcla de miedo y expectación. Pero al doblar la esquina que daba a la habitación contigua, la verdad, cruda y mundana, los golpeó como un jarro de agua fría. Un grupo de cuatro o cinco niños, con mochilas a medio descolgar y la excitación palpable en sus rostros, jugaban a ser exploradores en la casa abandonada. Blandían ramas como espadas, gritaban órdenes heroicas y corrían entre las sombras sin mostrar el menor signo de miedo o inquietud.
—¡Soy el Capitán Valiente y este es mi castillo encantado! —gritó uno de los niños, saltando sobre un viejo sofá.
—¡Y yo soy la Cazadora de Fantasmas! —¡Hoy vamos a atrapar a todos los espectros! —respondió una niña con una linterna de juguete.
El equipo se quedó paralizado en la entrada, observando la escena con una mezcla de sorpresa, alivio y una punzante ironía. Los niños se movían con libertad y despreocupación por el lugar que a ellos les había parecido una prisión de terror, sus risas resonando en el silencio que a ellos les había parecido cargado de presencias malévolas. Su inocencia y la normalidad de su juego contrastaban drásticamente con el trauma que aún los perseguía, con la ausencia fantasmal de sus propios reflejos.
—¿Niños...? —murmuró Omar, con incredulidad.
—Están... jugando —añadió Clara, con una punzada de ironía en su voz. En la casa de los horrores.
Laura apretó los labios, con una mezcla de frustración y tristeza en su mirada. —¿No sienten nada? ¿Ninguna... presencia?
James guardó el teléfono con un suspiro pesado. —Supongo que no. Para ellos, solo es una casa vieja y abandonada.
—Es... frustrante —dijo Nina, con la voz cargada de amargura. Nosotros casi perdemos la cabeza aquí dentro... y para ellos es un parque de juegos.
El grupo está exhausto y descorazonado, observando en silencio a los niños jugar en el lugar que para ellos había sido un infierno. La escena añadió una nueva capa de ironía y desesperanza a su situación. La sensación de que su verdad sería enterrada bajo la indiferencia del progreso inmobiliario se intensificó ante la despreocupación de los niños. La pregunta de qué hacer ahora, con la cuenta regresiva avanzando inexorablemente y la aparente ausencia de cualquier prueba real, pesaba sobre ellos como una losa de olvido.