La habitación estaba sepultada en una oscuridad que parecía tragarse incluso el ligero parpadeo de las velas. Su luz era débil, casi una burla, como si supieran que nada podría iluminar aquel momento. El aire estaba frío, casi helando, algo raro para un palacio que siempre estaba cálido, era como si todo el edificio anticipara lo que estaba a punto de ocurrir.
La emperatriz caminaba descalza, arrastrando el dobladillo de su camisón por el piso helado. No llevaba abrigo, por lo que no había nada que la protegía del golpe que se avecinaba. Le habían dicho que debía ir de inmediato. Ni siquiera se habían atrevido a ponerla en alerta de lo que estaba pasando. Nadie puede preparar a una esposa para descubrir a su mundo entero hecho cadáver.
Ella había nacido para él, y él para gobernar el mundo.
Empujo la puerta con manos temblorosas. La puerta crujió demasiado fuerte pensó, o más bien era el silencio sepulcral. Y entre la oscuridad lo vio. El cuerpo yacía inmóvil, cubierto por una sábana blanca hasta la cabeza. Lo habían tapado como un simple mortal. Esa delgada sabana separaba la vida que había tenido hasta ahora de una realidad sin retorno. Detrás de ella no solo estaba su esposo.
Estaba el destino de un imperio. Un niño de apenas tres años que no podía sostener una corona mucho menos podría pronunciar con claridad su propio título.
Suspiro profundamente antes de asentir con la cabeza para que lo descubrieran, retiraron la tela y el tiempo se detuvo.
Lo primero que vio fueron sus ojos, abiertos, tan abiertos como si no hubiera tenido tiempo de cerrarlos antes de morir. Vacíos, pero con una expresión pura de pánico. Un reflejo congelado de lo que fuera que vio en su último aliento. Los labios con tonos violetas. La piel con un tono tan pálido que era difícil saber que era él. Ahora era una máscara grotesca, desfigurada por el miedo, algo antinatural en su expresión, el rostro exacto en donde entendió que iba a morir.
Esta dio dos pasos hacia atrás e involuntariamente el vómito salió por su boca manchando una orilla de la cama. El camisón blanco que portaba, su respiración comenzaba a agitarse al mismo tiempo que esta hiperventilaba sollozando, hasta que sin esperarlo hazlo un grito tan fuerte parecido a un alarido, llevando sus manos hacía a su cara, gritando por el dolor que sentía, de rodillas se acercó al cuerpo de él, aferrándose con sus manos a su ropa. Le rogaba que despertará, pero hacía mucho tiempo que su cuerpo se encontraba vació.
El cuerpo entero le dolía, sus ojos le ardían, pero no dejaba de llorar, no dejaba de tocarlo, como si pudiera traerlo de vuelta con su dolor.
—Su majestad, levántese. Por favor levántese — Le suplico, mientras hundió el rostro en su vientre apretando su mejilla contra él como si pudiera fundirse en su carne.
Al filo de la cama se encontraba la pequeña figura de la esposa del monarca, sosteniendo el cadáver del hombre que, aunque nunca fue su gran amor, su compañero desde los doce años. El hombre al que le debía su razón de existir, su razón de vivir. Un monarca justo, un padre amoroso, el único rostro familiar en medio de un imperio que la aborrecía.
El silencio era tan espeso que dolía. No era un silencio normal. Era un abismo, un vacío que lo devoraba todo. Ni un suspiro, ni un crujido de la madera, ni siquiera los presentes se movían con miedo a alterar por un segundo a la emperatriz, misma que seguía arrodillada junto al cadáver.
La respiración de ella temblaba, entrecortada, como si cada inhalación rasgara sus pulmones desde dentro. Ya no lloraba como antes. Ahora lo hacía en silencio.
Fue entonces cuando una voz habló. Débil, tensa, quebrada por respeto y angustia.
—Su majestad… es hora. Debemos informar al parlamento. El protocolo requiere su presencia.
Ella no se movió. Tampoco parpadeo, el hombre cruzo mirada con el secretario del emperador quien trago saliva acercándose aún más.
—Su majestad, debemos proceder — Dijo con un tono suave —. La sucesión del niño… Digo, de su alteza real.
La palabra “niño” la sacudió. Su hijo, de apenas tres años, se encontraba dormido plácidamente en el ala oeste junto con su nana, sin saber que el mundo acaba de aplastarse sobre sus pies. Era su deber pensó.
Se puso de pie, tocando ligeramente su cuerpo, acomodando la sabana para que no pasara frío, pero sus ojos la perturbaban. Al intentar cerrar los párpados de su esposo, notó algo que no encajaba. Los párpados cedieron con facilidad, sí, pero el resto del cuerpo… no. Estaba duro. Rígido. Demasiado.
No se había percatado antes por el dolor, por el llanto, por la desesperación que le nublaba los sentidos. Pero ahora, con la mano todavía temblorosa sobre su mejilla, lo sintió con claridad.
Está paso a tocar su cuello, estaba tenso como un tronco seco. Su mandíbula siempre estoica, también se encontraba apretada. Los dedos completamente curvados como si se hubiera aferrado a la sabana por el dolor, había algo más que no se había dado cuenta en el momento y que ahora la perturbaba. Si su esposo llevaba unas pocas horas muerto, a que se debía ese estado de él.
Esa rigidez… era injustificable.
Todo indicaba que no era una causa natural, su rostro era de una persona aterrada, murió luchando por respirar, mientras que el miedo se apoderaba de su cuerpo.
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Editado: 26.06.2025