La sombra de un monarca

CAPITULO II

El aire frío entró por la ventana abierta, empujando suavemente las cortinas. Fue lo primero que sintió cuando despertó. Una corriente gélida que rozó su piel y le recordó que seguía viva… aunque todo dentro de ella estuviera roto. Parpadeó con pesadez. La habitación había sido limpiada a la perfección. No quedaba ni rastro de la destrucción que había causado. Ni los espejos hechos pedazos, ni los jarrones astillados. Solo quedaba una habitación impecable. Una habitación silenciosa.

Pero entonces lo vio.

El ramo de flores.

Todavía estaba ahí, a su lado. No en un jarrón, no erguido, sino torcido, con tallos partidos y pétalos marchitos. Había sido recogido, restaurado a medias. Como si alguien hubiera intentado disimular la violencia. Como si nada hubiese pasado.

Ella no se movió al principio. Solo lo miró. El estómago le dio un vuelco. El mismo ramo que horas antes había destrozado con rabia seguía ahí, era un recordatorio, un insulto. Tragó saliva con dificultad y se incorporó con esfuerzo. Sentía los brazos pesados, vendados, adoloridos. Cuando giró apenas el torso, la puerta se abrió.

El secretario del emperador entró con cautela, haciendo una reverencia rápida. No era respeto, era rutina.

—Su Alteza… — Empezó con voz baja —. Me tome el atrevimiento de ordenar las cosas, el médico cuido de sus heridas y la reviso…

Ella no dijo nada. Lo miró con los ojos opacos, sin fuerza. Él vaciló un segundo, parecía que tenía algo demasiado importante que decir, pero a la vez dudaba, ella asintió esperando que él hablará.

—Felicidades, Su Alteza. Está embarazada. En su vientre carga al segundo descendiente imperial.

No hubo alegría. No hubo lágrimas.

Solo silencio.

Ella pestañeó, confundida, como si no hubiera escuchado bien. Luego bajó lentamente la mirada y llevó una mano a su vientre. Su piel estaba fría.

Embarazada.

No sabía si eso era una maldición o una oportunidad. No lo había pedido, ni siquiera lo había planeado. Después de todo lo que había pasado… ¿Realmente podía llamarse “milagro”?

El hijo de un hombre que, horas antes, la había dejado sola. Que había compartido la noche con otra mujer, y para ser peor todo, le había mandado un ramo de flores para disimular la traición, ahora se formaba en su vientre.

Sintió náuseas. No era por el embarazo, era por los nervios.

—¿Qué es lo que desea hacer? — Preguntó el secretario, con una voz que apenas se atrevía a elevar.

Ella levantó la mirada. No estaba llorando. No aún. Pero su expresión era otra.

—¿Qué quiero hacer? — Repitió, como si la pregunta no tuviera sentido. Nunca nadie le había preguntado eso. No realmente —. Anuncia mi embarazo al Parlamento. Que lo sepan todos. Y dentro de dos días… anunciaremos la enfermedad del Emperador.

Él asintió, nervioso.

—¿Y la agenda oficial? — Murmuró —. Él nunca ha cancelado audiencias, ni siquiera en tiempos difíciles.

Ella giró el rostro, clavando los ojos en los suyos. Por un momento, el silencio en la habitación pesó como plomo.

—Sí lo hizo — Respondió al fin, con una voz suave, casi apagada —. Cuando estaba embarazada de su majestad el príncipe heredero… canceló una semana entera. Por lo que no será raro que lo haga esta vez.

—Los deseos de su alteza imperial, son órdenes — Dijo este, a lo que ella levantó la mano ordenando que cerrará la puerta —. Dígame, su alteza.

—¿Cuál es su nombre?

El hombre abrió los ojos extrañado realmente por esto.

—Isaías, su excelencia. No poseo apellido — Esta sonrió pidiendo que se acercará a ella, pero el aun así guardo su distancia.

—Sir Isaías — Dijo ella, con voz suave pero afilada como una daga —. Usted fue el secretario del emperador durante estos dos años. Su sombra. Su conciencia, incluso. ¿Es correcto?

—Sí, Su Alteza — Respondió él, con la cabeza inclinada, sin atreverse aún a mirarla a los ojos.

—Entonces dígame, como su confidente… ¿Quién era la mujer con la que se acostaba?

El silencio se instaló como una presencia física. No era incómodo, no. Era amenazante. Isaías apenas alzó la mirada, midiendo sus palabras como si cada sílaba pudiera costarle la cabeza.

—No puedo decírselo, Su Alteza.

La emperatriz entrecerró los ojos. Su cuerpo aún dolía, sus brazos vendados, su vientre cargado con una nueva vida no deseada. Pero su voz no tembló.

—¿No puede…? — Repitió —. ¿O no quiere?

—Es una promesa que le hice al emperador — Contestó Isaías, con una voz tan baja que apenas se escuchaba —. Me pidió mantener ciertos asuntos en discreción. Juré hacerlo. Y he cumplido con cada palabra.

El rostro de ella se endureció. No por tristeza. No por celos. Estaba realmente enojada.

—¿Una promesa? — Dijo en un tono de burla, mientras tanto, se incorporó un poco más pese al dolor —. ¿Usted se atreve a invocar una promesa… cuando esa promesa fue la que permitió que la emperatriz del Imperio fuera traicionada como una cortesana cualquiera?




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