La sombra de un monarca

CAPITULO III

La emperatriz estaba sola en su habitación, había tomado un libro para relajarse un momento, pero su mente se perdía más allá del vidrio, en los jardines que se extendían hasta el invernadero imperial. Afuera, su hijo corría entre los senderos, con la túnica ligeramente arrugada por el juego y los rizos castaños revueltos por el viento suave de la tarde. La doncella que lo acompañaba intentaba seguirle el paso, pero el niño era demasiado rápido.

Lo más seguro, significado de que su hora de descanso había llegado después de haber terminado sus lecciones y ahora se permitía ser solamente un niño.

La emperatriz dejó el libro de lado sin leer una sola línea. Se puso en pie con lentitud, sintiendo el peso en su cuerpo. Se colocó una túnica ligera, blanca, que le permitiera moverse con libertad.

Sé miró en el espejo, su vientre aún no estaba abultado, pero pronto lo estaría, y sería un gran problema comenzar a moverse. Caminó por los corredores en silencio, con el eco de sus pasos resonando entre los mármoles pulidos. Cuando llegó a la puerta que daba al invernadero, se detuvo un momento. Apoyó la mano en el marco de piedra tallada. Su mirada se posó en el niño.

Su hijo, era su razón de seguir. Y también, su tormento más grande.

Él giró justo entonces y la vio.

La alegría se apoderó de su pequeño rostro, y sin pensarlo, corrió hacia ella, los brazos abiertos. La doncella intentó llamarlo, intentó recordarle que debía mostrar respeto a la emperatriz, pero ella alzó la mano, deteniéndola.

No hoy. No con él.

El niño se lanzó a sus piernas, abrazándola con fuerza.

—¡Mami! — Exclamó con una sonrisa tan radiante que la dejó sin aliento.

Ella se agachó, con esfuerzo, pero sin quejarse, y lo alzó en brazos. El contacto cálido de ese cuerpecito le recordó que todavía podía amar sin condiciones, aunque doliera. Aún podría amar a ese pequeño ser que había nacido de sus entrañas.

Se sentó en una de las bancas de piedra bajo la enredadera que decoraba el invernadero. Las flores estaban abiertas, iluminadas por el sol del atardecer que se colaba entre los cristales teñidos de verde. El aire olía a tierra húmeda, y a lavanda.

—Hola, mi pequeño príncipe — Murmuró con una sonrisa apenas temblorosa —. ¿Te portaste bien hoy?

—Sí… bueno… un poquito — Dijo, encogiéndose de hombros, con esa expresión traviesa que era tan… suya.

Y también tan de él.

La emperatriz desvió la vista por un instante, tratando de contener el nudo que se formaba en su pecho. Porque cada vez que su hijo sonreía de ese modo, no podía evitar recordar el rostro del hombre al que aún amaba… y que ya no podía amar de la misma forma.

—¿Papá? — Preguntó de repente, casi con naturalidad.

Y el mundo pareció detenerse.

El secretario, que había entrado por una puerta lateral para entregar unos documentos, se quedó inmóvil al oír esa palabra. Observó a la emperatriz en silencio, aguardando. Sabía que no debía intervenir, pero cada palabra ahora era como una daga que podía herir a cualquiera.

Ella se quedó quieta.

Su corazón dio un vuelco.

¿Cómo se le explicaba la ausencia a un niño de tres años? ¿Cómo se le decía que su padre estaba muerto? Que había muerto solo en su cuarto en las presuntas manos de su amante. ¿Cómo le explicaba todo sabiendo que no lo entendería ni un poco?

—Papá está… un poco malito, amor — Dijo finalmente, cada palabra elegida con una precisión dolorosa —. Por eso no ha podido venir a verte hoy.

El niño la miró con atención, frunciendo el ceño con esa seriedad que solo los niños pueden fingir tan bien.

—¿Malito? — Preguntó, tomando sus manos —. ¿Como cuándo me dolió la panza?

La emperatriz sonrió débilmente, pero sus ojos se humedecieron. Lo abrazó con más fuerza, como si de ese gesto pudiera sacar la valentía que ya le faltaba.

—Algo parecido… Pero su enfermedad es más cansada, cariño. Papá necesita descansar mucho, muchísimo. Por eso tú tienes que estudiar y crecer fuerte. Para que, cuando él mejore, pueda verte y sonreír con orgullo.

—¿Si estudio papá va a mejorar? — Dijo con esperanza, con esa fe ciega que solo un hijo tiene en sus padres.

Y eso la quebró un poco más.

—Eso esperamos amor — Susurró, aferrándose a él como si ese pequeño abrazo fuera lo único que le quedaba del mundo que una vez tuvo.

El niño se acurrucó en su pecho. El silencio se hizo profundo, quebrado apenas por el canto lejano de los pájaros y el crujido de las hojas.

—¿Y tú también estás enferma?

La pregunta la tomó por sorpresa.

Ella alzó la mirada, sin querer volver al rostro del secretario que aún los observaba, firme como estatua, pero cuya expresión se había suavizado apenas. No quería su compasión. No ahora.

—Sí, mi amor… pero lo mío es diferente — Dijo con voz baja, como si confesara algo secreto.

—¿Te duele?

—Un poquito. Pero ya no me duele cuando tú estás conmigo.




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