La sombra de un monarca

CAPÍTULO IV

Cuando pensó que la calma por fin tocaría a la puerta, el crujido de las ruedas y el eco de pasos apresurados rompieron el frágil silencio del estudio imperial. El mayordomo apareció en el umbral, acompañado por varios sirvientes encorvados bajo el peso de cajas voluminosas. Una tras otra fueron colocándolas en el centro de la estancia, como si descargaran el cadáver de una verdad muerta y descompuesta.

—Las cajas, alteza — Anunció el mayordomo, sin atreverse a alzar del todo la vista.

Y allí estaban. Decenas de cajas selladas, unas con cintas rojas y otras marcadas con los escudos de cada región. Algunas olían a tinta fresca. Otras, a pergamino viejo. Eran archivos de meses, quizá años. Sir Isaías, al menos en apariencia, había hecho bien su trabajo: todo ordenado, clasificado, sellado. Pero para ella, cada caja era un insulto. Una burla. Un monumento a la mentira.

—Colóquenlas allí — Ordenó con voz baja.

Pero no terminaban. Más cajas venían. Otras cinco. Luego ocho. Cuando creyó que no quedaban más, entró un último grupo, jadeando, arrastrando los documentos que Isaías había dejado como legado de su traición.

Ella se quedó de pie, inmóvil, observando la torre de papeles crecer como si se tratara de una montaña que la separaba de lo poco que le quedaba en pie. La quietud le pesaba más que el dolor.

—¿Desea algo más, alteza? — Preguntó el mayordomo con tono apagado, mirándola de reojo.

—Por favor… siéntese conmigo.

No lo dijo como una orden. No lo dijo como emperatriz. Lo dijo como mujer, como ser humano. Su dama se apresuró a servirle una taza de té, pero el leve temblor de su mano al sujetar el asa dejó en evidencia que no estaba bien. El dolor en su palma aún ardía, el recuerdo de la bofetada que le había dado a Isaías aún vibraba en su piel. Pero lo que más dolía era el desorden de su mente.

No sabía cómo empezar. Sabía lo que debía decir, pero no encontraba el lugar exacto donde romper el silencio sin romperse también ella.

El mayordomo se acomodó frente a ella con cuidado, como si temiera que un movimiento brusco pudiera hacerla colapsar. Durante unos segundos, el silencio entre ambos fue absoluto. Luego, él habló con voz firme pero serena:

—Su alteza… ¿Hace cuánto llegó al imperio?

La pregunta fue tan inesperada que por un instante la desconectó de su propio dolor. Parpadeó, insegura. No le gustaba pensar mucho en cuando llego.

—Más de una década… — Respondió al fin, con un hilo de voz.

—Permítame corregirla — Dijo él, sin dureza, pero sin suavidad —. Doce años exactos. Usted tenía apenas doce.

Y entonces todo volvió. Como una ola oscura que la arrastró hacia los rincones de su memoria que tanto tiempo había evitado.

—Recuerdo su llegada — Continuó el mayordomo, sin mirarla —. Recuerdo su vestido azul, demasiado ligero para el invierno de esta tierra. Los zapatos llenos de barro, pues en la mañana había caído una lluvia impresionante. Las trenzas mal hechas, medio sueltas. No entendía nada. Nadie se lo explicó. Usted venía de un ducado en ruinas, enviada por su padre para pagar una deuda de guerra. La ofrecieron como una garantía de lealtad… como un cordero a un altar.

Ella cerró los ojos. Sintió que se le hundía el pecho. Recordaba ese día. Recordaba el carruaje cubierto de escarcha, las calles heladas del imperio, la mirada dura de la princesa viuda cuando la ayudó a bajar. Como es que todas las damas se aglomeraron su lateral observándola como si fuera un animal exótico.

Para después recordar la ceremonia forzada, las palabras que no entendía, el anillo resbalando en un dedo demasiado pequeño. Recordaba la sala del trono tan grande, que como es que su esposo la ayudo a subir rompiendo el protocolo, los recuerdos hicieron que su corazón latiera con fuerza.

—Se aferró a la falda de la princesa viuda durante toda la ceremonia — Dijo él, bajando la voz.

El corazón de la emperatriz se detuvo un instante. Ese recuerdo estaba encerrado. Había sellado esa parte de su infancia como se sellan las puertas que ya no se quieren abrir. Pero ahora, él la obligaba a mirar.

—La coronaron esa misma noche. Apenas entendía lo que ocurría. Cuando le preguntaron si aceptaba ser esposa del emperador, se quedó en silencio. Nadie la preparó. Ni siquiera hablaba del todo bien nuestra lengua. Tenía los ojos rojos. Pero no lloró. No frente a nosotros. No permitió que nadie la viera rota. Y, sin embargo, supe que estaba aterrada.

Ella inspiró hondo, y por un segundo no supo si responder o romper en llanto. Sostuvo la taza con fuerza, como si en ella descansara su dignidad.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Porque esa fue la última vez que vi miedo en su rostro. Hasta hoy.

La habitación se hundió en un silencio pesado. Sus dedos comenzaron a temblar. Ya no podía fingir.

—Tengo miedo — Confesó finalmente, dejando la taza sobre el plato —. Pero no como aquella vez. Esta vez es peor. Porque soy consciente. Porque no soy una niña que no entiende lo que dicen. Esta vez… sé lo que está en juego. La vida de mis hijos están en juego, de lo que harán si descubren que mi esposo esta muerto.

El mayordomo esperó. No interrumpió. Dejó que ella hablara, que escupiera la verdad que la atormentaba. Y más ahora que tenía un bebé en su vientre.




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